26 𝔇𝔢 𝔍𝔲𝔩𝔦𝔬
𝔔𝔲𝔢𝔯𝔦𝔡𝔬 𝔇𝔦𝔞𝔯𝔦𝔬:
He sentido una profunda decepción hacia quienes perdonan todo. Me pregunto si esa capacidad proviene de una falta de coraje o de amor propio, una resignación que me frustra profundamente.
Cada vez que leo una historia, veo una película o una serie donde alguien perdona una infidelidad, un maltrato físico o verbal, abandono la lectura o la visualización. Me siento incapaz de comprenderlo.
Siempre me he enorgullecido de mi orgullo, de mi capacidad para alejar a quien me menosprecia. Sin embargo, entiendo que quienes perdonan han vivido la experiencia en carne propia, y que solo así se puede entender la razón de tanto perdón.
Lo sé por experiencia. Perdoné a Gabriel y Rafael por su falta de confianza en mí. No fue por falta de orgullo, sino porque mi situación era diferente a un golpe o un insulto sin motivo. Mis razones son, quizás, inverosímiles. Solo espero que ellos junto con Teo puedan algún día, ya sea estando yo presente o no, perdonarme a mí también.
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Después de que los tres se fueron, me dejé caer al suelo. Las fotos volaron, golpeando mis rodillas antes de caer bajo la mesa de café. Mis ojos se posaron en ellas. No pude ver la foto del bar, pero sí la segunda, la tomada por la cámara de seguridad el día que Thane entró a mi casa para matarme.
Reconocí su ropa, la misma que Romeo me mostró en el hospital, el día que desperté.
En la foto, Rafael está apoyado en el capó de su auto, un pie en el parachoques, el otro en el suelo. Gabriel está sentado en el asiento del conductor, inclinado hacia algo que sostiene en sus manos. Pero lo que me paralizó fue la presencia de Thane, entrando en la parte trasera del auto. El momento capturado es, seguramente, cuando salía de mi casa después de apuñalarme y robarme a Fiora.
—Dios, —susurré, apartando la foto. Ellos lo estaban esperando. La escena no muestra un arresto. Ellos no estaban allí para arrestarlo, sino para ayudarlo a escapar.
—Quizá, — dije en voz alta, intentando ponerme de pie. Necesitaba aire, despejar mi mente. Necesitaba seguir adelante.
En la cocina, el jugo de guayaba que Teo insistió en comprar esperaba. Lo guardé en la nevera, apagué el horno y guardé los restos de comida. Ni siquiera pudieron comer. Dejé la cacerola en la estufa y salí.
En la sala, recogí las fotos sin mirarlas, guardándolas para que mi madre no las viera. Fue entonces cuando se me ocurrió un plan arriesgado. Hice dos llamadas, me cambié de ropa, tomé algo de dinero y esperé el taxi.
Me sorprendió ver que el auto de Gabriel no estaba. Su casa parecía vacía, pero no me atreví a comprobar si había alguien dentro.
—Señorita, ¿a dónde la llevo? —preguntó el taxista.
Quería ser él, ajeno a todo, preocupado solo por su familia y sus problemas cotidianos.
Le di la dirección.
A mitad del camino, le pregunté:
—¿Cree en Dios?
Sentí su mirada en el espejo retrovisor.
—Claro que sí.
—¿Tiene hijos?
—Sí, una pareja —dejé de mirar por la ventanilla para mirarlo a él; el hombre me sonrió por el espejo retrovisor, se notaba el orgullo que sentía por ellos—. Mi hija es mayor que mi hijo, pero él la protege mucho. Cuando María se fue a la universidad, mi hijo Erick estaba muy preocupado, aunque a él solo le quedaba un año para seguirla.
—¿Son adultos?
—Sí, actualmente tiene 30 años y él 29. Aun así, siempre serán mis bebés.
—Y como padre de familia, ¿qué sería capaz de hacer por ellos? ¿Sería capaz de servir a un demonio en un momento de desesperación?
—Nunca —respondió sin dudarlo—. La vida siempre nos muestra caminos que nos hacen dudar de la existencia de Dios, pero con los años he aprendido que después de esos caminos, al final hay claridad. Solo hay que tener paciencia y pedirle fuerzas a nuestro Padre.
—Está muy seguro.
—Sí, señorita. ¿Por qué traicionar a nuestro Padre en un momento difícil, cuando Él nos envió a Su Hijo en sacrificio por nuestros pecados? —No esperó respuesta; sus ojos marrones se desviaron del camino a mí—. No seré débil después de que Él me haya demostrado tanto amor y fe. Un simple ser humano no lo haría. Así que, por favor, sea fuerte y no abandone a su Padre.
Asentí. Un silencio cómodo, o incómodo, según lo quieras ver, se instaló entre nosotros durante el resto del trayecto. Sentí su mirada sobre mí de vez en cuando, como si intentara discernir si era, en efecto, una hija del demonio; si en cualquier momento iba a empezar a hablar en lenguas desconocidas. No dije nada sobre mi falta de religión formal, ni sobre la profunda fe que, a pesar de ello, sentía en Dios. No era yo la que estaba cambiando de bando.
Estaba a punto de bajar del taxi cuando el hombre me llamó de nuevo.
—No temas, yo te ayudaré.
—¿Perdón? —pregunté, confundida.
—Es lo que dice la Biblia: "No temas, yo te ayudaré" —explicó—. Lo dice para aquellos que enfrentan dificultades. No dudes de Él, y te ayudará, en cualquier cosa.
—De acuerdo —respondí, aún algo sorprendida.
Bajé del taxi, dejando que el cambio que me ofrecía quedara en sus manos.
Mientras me acercaba a la casa de dos pisos, y el taxi se alejaba de la posibilidad de arrepentirme, me pregunté si era necesario venir. Hacía apenas unos minutos, los chicos me habían pedido que confiara en ellos. Si Dios me veía, esperaba que aprobara mi poco ortodoxo plan para acabar con todo.
Tres golpes en la puerta. Me alegré de que no me abrieran. Me di la vuelta para irme.
—¡Ángel! —yo no tenia suerte—. Perdón por la tardanza, estaba en una llamada con un cliente.
Observé a mi hermana mayor. Su cabello negro recogido en una elegante coleta, sus caderas perfectamente ajustadas en unos vaqueros y una camisa blanca de manga larga protegían su piel del sol.
No era justo que se viera tan bien sin maquillaje.
—Está bien, —la aparté con más brusquedad de la que pretendía; su espalda golpeó la puerta. No me disculpé—. Tengo algo que mostrarte.
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Editado: 12.04.2025