Querido Diario

Treinta y siente

28 𝔇𝔢 𝔍𝔲𝔩𝔦𝔬.

𝔔𝔲𝔢𝔯𝔦𝔡𝔬 𝔇𝔦𝔞𝔯𝔦𝔬:

Hoy, mientras bajaba contigo al primer piso, vi a mamá esperándome, las manos entrelazadas, con expresión nerviosa y un dejo de tristeza.

Me detuve en el último escalón, sujetando el pasamanos de madera.

—¿Qué sucede, mamá?, —pregunté confundida.

—Sé que no hemos hablado de tus hermanas últimamente, pero quiero decirte que soy consciente de lo que te hicieron. Sin embargo, no puedo olvidar el día que las tuve en brazos por primera vez. Las amo, a las tres, con todo mi corazón. Al principio estaba muy enojada, pero ahora que el tiempo ha pasado y cada una está cosechando lo que sembró… —respiró hondo— …quiero verlas. Sé que probablemente estás molesta, y no te culpo, pero no te pido que vengas, solo quiero que entiendas que soy su madre…

La interrumpí:

—¡Mamá!

—¿Sí?

—¿Quién le acompañará?, —pregunté, bajando el último escalón y caminando a la sala me incliné para dejarte por un momento en el sofá pequeño. Tu cubierta negra me resultaba tan familiar ahora. —¿O ira sola?

—Fabrizio irá conmigo.

Asentí. Mamá parecía perdida, acostumbrada a mi negativa. Pero el tiempo había pasado, y debía aceptar que, aunque yo no estaba lista para verlas, eran hijas de mi madre, y comprendía su amor y perdón.

Dicen que es el amor de madre. Algo que aún no entiendo del todo, pero no por eso impediré que mamá siga su corazón. Además, confío en Fabrizio.

La abracé torpemente.

—Espero que todo salga bien. Cuídese mucho.

Sentí su asentimiento contra mi hombro. Me separé y regresé a la sala.

—Gracias, hija.

—¿Por qué? Cuídense, usted y Fabrizio. Quiero ser la madrina de su boda.

—¡Ángel!

Reí.

Mamá salió y encontró a Fabrizio esperándola. Los despedí desde el portón. Minutos después, regresé, te tomé del sofá y me senté a la mesa del comedor. Tenía que escribir todo para seguir adelante.

Abrí una página en blanco y continué.

●●●

El interior de la casa de Copal era sencillo pero acogedor. Una mesa para cuatro, con una silla encajada entre la pared y la mesa misma, dominaba el espacio. Enfrente, una pequeña cocina amarilla, que evocaba las cocinas de películas ochenteras, contrastaba con la sala de estar, cuyo estado denotaba el paso del tiempo; la mesita de centro se sostenía precariamente con un trozo de madera en una de sus patas. Me encantaba su sencillez y limpieza.

Copal entró en una puerta marrón, presumiblemente su habitación. Al instante, la puerta opuesta se abrió y apareció una mujer joven, la hermana de Copal adiviné: más joven, pequeña y con una figura más redondeada que su hermano. Su rostro, redondo y ligeramente sorprendido, sugería que creía haber encontrado a un intruso. Se volvió para regresar a su habitación, pero detuvo su movimiento cuando levanté la mano en saludo, esbozando una media sonrisa.

—Hola, soy Ángel Lombardi, —me presenté, consciente de ser la intrusa. Para mi sorpresa, la hermana de Copal se acercó, extendiendo la mano con una suavidad inesperada, como si fuéramos viejas amigas.

—Hola, yo soy Cristal. —Estreché su mano. Su sonrisa me cautivó, y en sus ojos, en un instante, reconocí algo dolorosamente familiar—. Debes ser amiga de mi hermano.

—Sí.

—Me alegra que por fin tenga una amiga. Siempre está solo, cuidando la tienda o de mí.

—Entiendo por qué te cuida.

Copal se unió a nosotras.

—Me alegra que alguien entienda por qué soy tan protector. —Rodeó a Cristal con un brazo y, con el otro, me ofreció una sudadera verde oscuro—. Es la más pequeña que tengo, puedes usarla.

Cristal miró mi sudadera.

—Vaya, un nuevo método para tomar una bebida.

Suspiré.

—Un niño me derramó Coca-Cola encima.

Cristal rió, su mirada recorriendo mi figura. Mi delgadez contrastaba con su pequeña estatura; apenas me llegaba al pecho. Noté su observación y su risa, cálida y reconfortante, disipó parte de la tensión que me oprimía.

La hermana menor de Copal, poseía una belleza delicada y sutil que contrastaba con la imponente figura de su hermano. Su rostro redondo, enmarcado por un cabello castaño oscuro y liso que le caía en suaves ondas sobre los hombros, le hacia irradiar una inocencia casi infantil. Sus ojos muy diferentes a los de Copal, poseían una profundidad sorprendente que ocultaba una inteligencia perspicaz y una sensibilidad a flor de piel. A pesar de su apariencia frágil, sabia que Cristal tenia una fuerza interior silenciosa, una resistencia que se manifestaba en su mirada serena y en la firmeza de su apretón de manos. Su voz, dulce y melodiosa, poseía un timbre único que calmaba y reconfortaba. Vestía un sencillo vestido rosa, cómodo reflejaba su personalidad modesta y sin pretensiones. A pesar de su juventud, Cristal me mostrará tiempo después una madurez inusual, una comprensión profunda de las circunstancias que la rodeaban y una capacidad innata para conectar con los demás a un nivel emocional profundo.

—Es posible que la sudadera de mi hermano te quede grande; si quieres, puedes usar una mía, —ofreció—, te irá bien de talla, aunque te quedará corta, eres muy alta.

—Usaré la de tu hermano, —apenas sonreí—, de todas formas, gracias.

La campana de la tienda sonó. Copal, sonriendo, besó la cabeza de su hermana y le pidió que atendiera. Cristal aceptó, invitándome a sentirme como en casa.

—Gracias, —respondí.

Antes de que se fuera, intenté ver su aura. El amarillo no me sorprendió, pero sí la ausencia de dolor de cabeza. Fruncí el ceño, intentando recordar cuándo había desaparecido.

—¿Estás bien? —preguntó Copal, acercándose tanto que apenas podía respirar—... tus ojos… tienen estrellas blancas que antes no tenías… parecen un poco grises.

—A veces son así, cuando veo auras, —respondí, señalando hacia donde Cristal se había ido—. Tu hermana tiene los mismos ojos que alguien a quien quiero; él ve ángeles.




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