31 𝔇𝔢 𝔍𝔲𝔩𝔦𝔬.
𝔔𝔲𝔢𝔯𝔦𝔡𝔬 𝔇𝔦𝔞𝔯𝔦𝔬:
La oscuridad tenía sonido.
Un zumbido profundo retumbaba en mi cabeza como si el mundo estuviera sumergido bajo el agua. No sabía cuánto tiempo había pasado. No sabía si seguía viva.
Intenté abrir los ojos, pero me pesaban como si tuvieran piedras encima. El zumbido se transformó en un pitido agudo, insistente, insoportable.
Un dolor sordo palpitaba en mi frente, justo donde había recibido el golpe. Presioné los ojos con fuerza, sacudí la cabeza… pero, joder. Al moverme, un ardor recorrió mi sien, y sentí el calor espeso de la sangre seca adherida a mi piel.
Lo poco que alcancé a ver en ese rápido vistazo fue una habitación cerrada. Vieja. Con olor a humedad, madera podrida y algo más… algo que me recordó al barniz barato que se le pone a los muebles viejos para disimular que están rotos. Abrí los ojos de nuevo, esta vez enfocándome hacia arriba. Una lámpara colgaba precariamente sobre mí, parpadeando con un zumbido eléctrico que acompañaba la náusea en mi estómago.
Intenté mover los brazos, pero se escontraban atados a una silla, al igual que mis tobillos.
Un crujido sobre madera vieja me hizo girar la cabeza con dificultad.
Y entonces lo vi.
Romeo.
Vestía de civil, pero su postura no había cambiado. Espalda recta, andar preciso, mirada entrenada. El rostro endurecido por la edad se veía más marcado con la luz escasa; barba cortada al ras, ojos oscuros, fríos. Llevaba la pistola enfundada al costado, pero no le hacía falta mostrarla. Su presencia bastaba.
Esta vez, eso bastaba.
—Despierta la señorita —dijo con una voz grave, ligeramente rasposa.
Se detuvo frente a mí y me observó en silencio, como si fuera una pieza que necesitara leer antes de romper.
—No me mires así —añadió al notar mi expresión—. Si fuera a matarte, ya estarías muerta. Esto no es algo… personal.
Mantuve el silencio. No por valentía. Por rabia. Y por miedo.
—Tu novio, el niñito ese… Gabriel —sacudió la mano, como si su sola mención le provocara asco. Su boca hizo una mueca de desprecio—. No tiene idea de lo que está haciendo.
Me dolía hasta parpadear, pero sostuve su mirada.
—¿Y tú sí? —pregunté, con la voz áspera y seca como lija.
Romeo se inclinó apenas, lo suficiente para que su aliento me rozara la piel.
—Claro. Por eso estás aquí.
Se enderezó con lentitud, giró sobre los talones y comenzó a caminar en círculos, como un depredador aburrido esperando que su presa entendiera la situación.
—No tienes idea de la suerte que tienes, Ángel. Muchas mujeres desearían estar en tu lugar —sonrió, dejando ver unos dientes perfectamente blancos… que me daban ganas de romperle con un solo golpe—. Pero tranquila… no falta mucho para que lo veas tú.
De fondo, mi celular volvió a sonar. O tal vez fue un recuerdo. O una ilusión. Pero lo escuché:
La Pantera Rosa.
El sonido me hizo recordar de golpe. Copal.
¿Dónde estaba Copal?
Moví la cabeza como pude, buscando desesperadamente entre las sombras de la habitación. ¿Y si lo habían traído también? ¿Y si estaba atado, inconsciente en algún rincón?
Pero no. No había nadie más.
—A ese sujeto no lo trajimos —Romeo, como si hubiera leído mis pensamientos, habló sin mirarme—. Él solo estorbaría.
Mi garganta se cerró.
Él estaba a salvo.
Al menos uno de los dos lo estaba.
Lo miré sintiendo la gran necesidad de gruñir de repente. El dolor de cabeza no hizo para nada la tarea fácil.
Romeo se acercó con calma, su mano metida en las bolsas de su pantalón, su brazo derecho empujando su arma como si fuera una señal para que la viera y no intentara hacer nada. Pero no tenia las fuerzas de hacer nada. Saco un pañuelo de su bolsillo izquierdo y con torpeza comenzó a limpiar la sangre. En su rostro aparecieron muecas de dolor, como si le doliera verme así, como si no fuera él, el causante de en primer lugar la sangre que corría de mi frente.
Reí.
—Si no es que soy testigo primordial de tu personalidad de mierda, creería que estas genuinamente preocupado.
Parpadeó para mirarme.
—Lo estoy, jamás querría que algo malo te pasara, esto —señaló mi frente—, fue tu culpa, eres demasiado terca para tu propio bien, te pones en peligro, Ángel.
—Eres un psicópata, Romeo, ¿Cómo fue que pasaste la prueba psicológica en la policía?
—Soy listo, —una media sonrisa apareció en sus labios—, para poder enfrentar algo tienes que estudiarlo a fondo, siempre recuerda eso. Mis hijos lo aprendieron bien.
Aparté el rostro cuando sus dedos fríos rozaron mi mejilla.
—Aún no entiendo cómo es que Dylan era tu hijo, y me cuesta más aceptar que permitieras que hiciera algo así —fruncí el entrecejo—. Ahora que lo pienso, también tenías una hija… ella se me apareció en el hospital. ¿Qué hay con ella? ¿También la obligaste a matarse?
La expresión de Romeo cambió al instante. Su atención, antes centrada en lo que hacía, se transformó en una tensión peligrosa. Sus mejillas se sonrojaron, los ojos se agrandaron, y los labios se separaron acompañados de un gruñido grave, animal.
Sentí el estómago cerrarse de miedo.
—Mi niña era un alma pura —dijo con la voz temblando, no de dolor, sino de rabia contenida—. A ella jamás le hubiera pedido que hiciera algo así.
—¿Y Dylan era diferente? ¿Cuál era la diferencia entre ella y él?
Sacudió la cabeza con frustración, como si le costara aceptar que aún no lo comprendiera.
—No entiendes… por ella es que estamos aquí en primer lugar.
—¿Qué?
—Sí —afirmó, con una mezcla de tristeza y fuego en los ojos—. Emilia tenía cáncer. Cuando lo descubrimos, ya era demasiado tarde. Aun así, mi niña decidió luchar… como la guerrera que era —se incorporó ligeramente, contemplando la sangre en el pañuelo que sostenía entre sus manos. Lo apretó en un puño como si exprimirlo pudiera traerla de vuelta—. Pero no hubo milagros. Las quimioterapias solo duraron dos meses antes de que se apagara.
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Editado: 25.08.2025