Querido Otoño | El Duque y Yo

Capítulo 2: Casa de otoño

El camino que llevaba a la casa de la tía Celia en Winchester, era sencillamente esplendoroso, el riego y dedicación que mi tía mostraba con sus flores eran singularmente espléndidas.

Podrías ver flores de muchos colores, colores vivos, colores dignos de ver y admirar. A la tía Celia le encantaban las anémonas, los crisantemos, los gladiolos, los ásteres otoñales y las dalias, todas ellas pertenecían perfectamente al ambiente otoñal y durante esta época lucían hermosas.

La casa de la tía Celia no era tan grande como las casas promedio en Londres, pero era rica en su estrato, la clase media era notable por tener autos de mediana economía, casas de tejas pequeñas y dos que tres hijos, sin embargo, la tía Celia contrajo matrimonio con un hombre de mediana edad llamado Charles Brown, trabajador, buen mozo y encantado en gracia, el tío Charles era singularmente feliz en su casa, la vida le había premiado con una mujer a quien amar y una familia numerosa, pues sus hijas Jully, Kelly, Audrey y Ashley eran felices y tan esplendorosas damitas en formación.

La casa Brown, era la casa de mayor felicidad en Winchester, no tenía dudas sobre ello, era una casa ventajosa, con un enorme bosque tras de sí, una pequeña granja donde los criados se dedicaban al cuidado de los bienes consumidos por mis tíos, la casa Brown estaba hecha de tejados, pero también de madera, era grande, de al menos dos pisos y con una alcoba, tenía un mirador en la alcoba con un telescopio para las estrellas, un lugar maravilloso en mi concepto, porque también era el lugar donde el tío Brown llevaba sus libros y los ponía en estantes, no me atrevería a decir que era una biblioteca, sin embargo era el pequeño lugar donde el humano podía entrar a distintos mundo, distintas estaciones y distintos conocimientos, todo al alcance de tu mano.

Cuando el coche se estacionó frente a la casa de mi tía sentí un gran galope en mi corazón, la puerta de la casa se abría y a lo lejos podía ver a mi tía salir de ella, con un vestido a la rodilla totalmente naranja, su color favorito, un color de vida, estaba dispuesta a salir corriendo por la puerta para abrazarla, pero antes siquiera de poder tocar la manija de la puerta la señora Hamilton me regaño:

— Señorita Collins, una dama jamás debe abrir la puerta —

Casi se me olvidaba que la señora Hamilton seguía conmigo, pero era cierto. Durante la temporada de otoño, en todo el país, Inglaterra se alzaba con la idea de realzar la belleza del pasado, no importando de qué estrato social, de qué casa o de que colonia vinieras, debías dar honor a la temporada de otoño, como símbolo de respeto al pasado, en esta temporada a la que yo llamaba época de baile, cuando las últimas hojas de los árboles caían, las personas usaban atuendos completamente formales, las mujeres llevaban vestidos de tela hasta debajo de la rodilla, los hombres usaban sacos de cola y una camisa por dentro blanca, con pantalones negros de tela y zapatos de cuero.

La señora Hamilton lucía un vestido largo de un color gris pálido, que demostraba su rigidez, sus labios no denotaban un labial puro, sino sencillo como toda dama debe portar. Una de las reglas de etiqueta para una dama es que toda mujer debe esperar a que el cochero u hombre habrá la puerta de su lado, extender su mano y tomarla para así salir, de no ser así, una mujer no podría salir jamás del coche.

Eso era gracioso.

— ¿Y qué pasaría si no hay un cochero? señora Hamilton —simplemente mi ocurrencia brotó— si no hay nadie y solo estoy yo, el carro se incendia y la puerta esta a mi lado, ¿debo esperar a que venga un hombre a salvarme? —

Y era obvio que para la señora Hamilton mi pregunta no le resultaba para nada acomodada y bonita, más bien la irritaba más de lo que en el camino la había irritado.

Pero antes siquiera de que pudiera retarme o regañarme por ello, el cochero abrió la puerta del auto y me permitió salir del auto, extendió su mano y la tomé para salir de ahí. El otoño mecía mi falda sútilmente y no podía evitar sentir el escalofrío de la temporada.

Aún podía ver a mi tía a los lejos, saludando por lo alto, le quise imitar el saludo, pero cuando lo hice, fugazmente la señora Hamilton pegó mi mano su abanico de mano.

— Una dama jamás… —

— jamás saluda vulgarmente —

Termine su frase con obviedad.

La señora Hamilton me había enseñado bien, nunca lo he negado, su refinancia en mí hacia asegurarme que podría tener un esposo merecedor de mi atención. Me gustaba la idea de que el amor llegará a surgir en los bailes, porque específicamente fue así como mis padres se conocieron y los bailes ocurrían en las temporadas de otoño, de cada año, era la temporada perfecta para el amor.

— Señorita Collins, su abanico ¿donde está? —

El abanico hecho a mano, el cuál con tanta insistencia la señora Hamilton quería que usará. Lo busqué en mi bolso de lado que colgaba por mi pecho y saqué el abanico con esmero.

— Aquí —

La señora Hamilton asintió con su cabeza de inmediato y abriendo el suyo con total elegancia, camino frente a mí con el abanico en su rostro, lo suficientemente puesto como para que sus ojos fueran los únicos que se pudiera ver.

La aparición del abanico, se remonta desde tiempos inmemoriales; incluso desde antes de la aparición de Cristo. Egipcios, babilónicos, persas, griegos y romanos utilizaban este utensilio como se refleja en sus obras, tanto pictóricas como en la literatura. Algunos, aparecidos en la civilización egipcia, eran de gran tamaño, fijos, con plumas y de largos mangos. Su finalidad no sólo era dar aire, sino que se utilizaban, sobre todo, para espantar a los insectos.




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