Sylvain
Estaba esperando a que Leilani apareciera al doblar la esquina. Que su figura pequeña y seño molesto se me cruzarán. Sentí un cosquilleo en la punta de mis dedos de la emoción de lo que iba a hacer, así que pegué mi espalda al plástico de las macetas.
La habían mandado a hacer unos mandados antes de que yo llegará y según su abuela se había ido de mal humor, quejándose del calor y que porque no mandaban a Lion a hacer estas cosas.
Me reí internamente al imaginar su rostro descomponiéndose por la sorpresa. No sabía lo que le esperaba, cuando me la cruzará, la bañaría.
La llave de la canilla la iba a abrir su abuela, haciéndome una seña para que me prepare cuando Leilani estuviera cerca y gracias a qué la calle está cortada, ningún auto podría pasar y poner en peligro a Leili y a mi broma.
Limpié el sudor que caía por mi frente con mi remera. El verano había llegado a Ciones con todo, los treinta y nueve grados estaban derritiendo a más de la mitad de la ciudad y un poco de agua no haría daño a nadie. En especial a cierta rubia que parecía estar quemando su cerebro más de lo normal con la cantidad monumental de exámenes que estábamos teniendo.
Pero necesitaba un descanso de los libros de textos, ambos lo necesitábamos con suma urgencia.
Así que aquí estaba. Un sábado al mediodía, escondiéndome entre las macetas de plástico que se encontraban a los costados de la tienda.
Un silbido cortó el silencio mortal que era el vecindario a esa hora y supe que era mi señal.
Salí de mi escondite, ubicando a una distraída Leili que le entregaba las compras a su abuelo. El señor me vio primero y se alejó con rapidez, regresando al interior de la tienda. Confundida, Leilani volvió en mi dirección, encontrándose conmigo y con un chorro de agua que iba en su dirección.
—¡Carajo! —maldijo, sin tener forma de esquivarlo o refugiarse. El agua fría golpeó su ropa, empapandola por completo. Escuché un par de risas a los lejos y vi de reojo como sus abuelos se burlaban desde el interior del local.
Deje de mojarla, desviando la manguera hacia las plantas, solo unos segundos. Me acerqué a ella con una sonrisa burlona. —Buen día Oruguita.
—¡Te voy a matar! —sus palabras solo aumentaron mi sonrisa. Ella se acercó e intentó arrebatarme la manguera de las manos.
Así fue como nos sumergimos en una pelea por el control. Forcejeando, creamos una lluvia que nos mojaba y hacía que pequeños charcos se formarán a nuestro alrededor.
Al final. Ambos terminamos completamente mojados. En algún momento Doña Luz había sacado unos baldes a la acera, los cuales iba llenando con agua y nosotros nos los tiramos, volviendo la calle cortada en nuestro campo de batalla.
No sé en qué momento fue que la tarde se pasó volando. Cansados y con el sol ya casi sobre su puesta, nos sentamos en el cordón de la calle. Una toalla para cada uno, que cubría nuestros hombros.
Don Carlos, el abuelo de Leili, nos había alcanzado una gaseosa fría y unas galletitas recién horneadas por Doña Luz.
—Están muy buenas. —masculle, dándole otro bocado.
—Obviamente no herede sus dones en la cocina. —se rió de sí misma, también dándole un mordisco a la galletita.
—Solo te falta práctica. No eres tan mala. —le di un codazo juguetón.
—Solamente dices eso porque eres mi amigo. —me paso un vaso con gaseosa, la cuál bebí de un trago y deje al lado de mi pie.
—Te estoy hablando en serio.
—Ya. —rodó los ojos sin creerme.
—Tenemos todo el verano para practicar juntos. Vas a ver qué vas a ir mejorando, es solo hasta que le agarres la mano. Confía en mí.
Hizo un mohín, sus labios se apretaron en una línea pero cedió a mis palabras. No dijo nada más y siguió comiendo. La imite, dejando que un silencio cómodo se instalará en el medio.
—Confío en ti. —musito de forma abrupta pero sin mirarme.
Pase una mano por mi cabello, llevándolo detrás, este se queda pegado y liso por aún estar húmedo, solo un mechón de vuelve a caer por mi frente. El castaño claro se ha oscurecido, casi llegando a imitar el color negro del cabello de mi madre.
—Se nos ha pasado volando.
—El tiempo siempre vuela cuando estoy contigo, Sylvi.
—Me halagas. —llevo una mano a mi pecho en broma, aunque sus palabras se clavan muy profundo en mí.
—Gracias. Fue una bonita tarde. —Leilani me mira y me ofrece más bebida en el proceso que termina de hablar.
—Me alegro de poder haber hecho tu tarde más amena. —le entregué el vaso de nuevo y Leili lo toma, llenándolo hasta el borde antes de devolverlo.
—Y más refrescante. —luego de darme la bebida, sus dedos tocan mi frente, tomando entre ellos el mechón rebelde, guiándolo con normalidad hacia atrás, y como si solo hubiera sido necesario su toque para que se quedase en su lugar.
—Eres toda una domadora. —suelto y su risa es inmediata.
—Eres tan tonto.
—Ya te lo he dicho. Tu me vuelves así.
—No puedo ser la culpable de todo. —Sus dedos siguen acomodando con habilidad mi cabello, algunos mechones se curvan entre sus dedos, volviéndose pequeños bucles por la humedad.
La imagen frente mío, creo que es una que recordaré siempre. Una chica, con el cabello tan desordenado, a pesar de siempre intenta llevarlo perfecto, con labios finos y rojos, hinchados por la cantidad de veces que los ha mordido mientras jugábamos. Las pecas, como una galaxia que fue salpicada en su piel. Los iris azules brillan y se oscurecen al recibir los rayos del sol. La piel roja por el calor. El vestido violeta de tirantes, arruinado por el agua, sus pies pequeños y descalzos raspados.
Hermosa. Siempre había sido hermosa. Está visión de ella me permite recordar la primera vez que la vi, hace tantos años.
Fue en la escuela primaria, con el uniforme verde de la institución. Llevaba dos trenzas y el cabello más largo, quizás hasta la cintura. Unas hebillas de mariposas rosas. Aritos de perla dorados. Los zapatos sucios con barro.
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Editado: 24.02.2024