Quiana “secretos, pasión y vino”

PRÓLOGO

Ahualulco del Mercado, Jalisco

Hacienda de los Ferrer

10:35 p.m.

—Mírenlo —susurro, recorriendo el costado del balcón, con la vista fija en el jardín frontal de la casa—, cantando y bailando junto a sus asistentes, excepto con la mujer a la que acaba de pedirle la mano. No se ha detenido a preguntarse dónde estoy —me apoyo en uno de los pilares blancos y toco mi frente—. Quiana, ¿por qué le dijiste que sí? ¿Qué pensaste?

No hay nada más idealizado que el hombre de tu vida te cante a la luz de la luna, rodeado de mariachis, o te mire a los ojos y te asegure cuánto te ama. Pero lo que vivo ahora es todo menos romántico. Es una pesadilla. Hoy se celebra el cumpleaños de Astor Ferrer, mi novio desde hace dos años. Es un empresario destacado en la industria automotriz y, según la revista Chic Magazine, uno de los hombres más apuestos de Guadalajara. Para muchos, es el hombre perfecto, el adecuado para mí. Sin embargo, solo deseo estar lejos de este lugar, lejos de todos ellos.

Al principio, cuando lo vi por primera vez en la recepción del hospital donde trabajo, me pareció impecable. Su clase, su porte, y esa sonrisa que iluminaba el ambiente, sumados a su metro noventa, lo hacían parecer un ser sacado de un sueño. Pensé que finalmente la vida había respondido a mis oraciones, enviándome a alguien decente y con visión. Pero el mismo día en que acepté ser su novia, supe que mi padre había orquestado todo para que nos encontráramos, pero no con buenas intenciones. No, en realidad, el encuentro solo estaba diseñado para que algún día me casara con el hombre que él eligió como sucesor en la empresa familiar. Lo que nunca imaginó es que Astor rechazaría su propuesta y seguiría invirtiendo en autos de carreras, tanto en México como en Alemania e Italia.

Entonces, ¿por qué sigo con Ferrer a pesar de todo esto? No lo sé. No encuentro una respuesta. Tal vez el hecho de que mi padre esté enfermo me haya nublado el juicio. Quizás la culpa y el amor filial me hayan hecho seguir adelante con algo que, en el fondo, sabía que no deseaba. Ahora todo se ha convertido en un hábito, en una costumbre. Quiero a Astor, pero lo que siento ya no es amor, sino un amor desgastado, arrastrado por el tiempo. ¿Me veo como una prometida enamorada? No, en lo absoluto.

—Eres tan apuesto, Ferrer, tan galán —bufo al ver a Jessica, su secretaria, bailando y riendo junto a él al ritmo de On my way de Tiësto—. Pero eso no me sirve. Necesito más.

Lo único rescatable es que no es un hombre violento, impulsivo ni con problemas. Es solo que, no sé… Supongo que me desilusiono al ver cómo, mes tras mes, la relación se vuelve más tediosa. Todo lo que propongo parece inútil, innecesario. No hace mucho, el mes pasado, tiene la brillante idea de escalar El Cuajo, un sitio rocoso en San Lorenzo, a solo cuatro horas de Guadalajara. Sabe cuánto odio los deportes de aventura, pero no, insiste y me lleva. Como resultado, tengo raspones, cortes en las rodillas y un golpe en la cabeza por el desmoronamiento de una roca. Ahora, veámoslo desde mi perspectiva: si le propongo ir a Tequila, Manzanillo o Puerto Vallarta para unas vacaciones ideales, se inventa mil pretextos.

—«No tengo tiempo, nena. La nueva colección de Ferrari está por llegar y debo firmar los contratos. Pero te lo compensaré.» … Bla, bla, bla —digo imitando sus expresiones—. Qué canijillo me saliste, Astorcito —niego mirando el anillo de diamantes que me dio hace una hora.

No toda la culpa es de él, eso lo admito sin problema. Mi trabajo es el pretexto perfecto para verlo cada vez menos, para evitar escuchar sus reclamos sin sentido y sus planes futuros en Alemania, un país que no me atrae y en el que no me imagino como la gran señora de Ferrer.

Alzo la vista hacia la noche, más estrellada que nunca, y doy un largo suspiro. ¿Saben algo? A veces una misma se complica la vida. Tengo todo lo que necesito para estar bien, excepto la felicidad que deseo. No logro poner mis propios deseos y bienestar por encima de los demás, de mi familia. La presión de ser la hija mayor siempre me ha llevado a dejar de lado mis anhelos para cumplir los de otros. Dios, me hace falta tanto por vivir, por sentir… ¿Por qué? ¿Cuándo será el día en que pueda permitirme la locura de enamorarme o de correr hacia el país que me plazca?

«El día puede ser hoy, pero no lo quieres, Quiana. Allá está la puerta. ¿Qué te impide salir?» expresa mi voz interior, esa que siempre me advierte que, si no arriesgo, si no cometo una locura, será demasiado tarde.

—Muero por estar en otro lugar… Italia, tal vez —susurro y voy hasta el sillón de mimbre tejido. Me siento y me quito los tacones altos, sintiendo el cansancio abandonarme un poco—. Roma, y un macchiato. Eso sería perfecto.

—¡Quiana! —grita mi hermana Dulce desde el pasillo—. ¿Qué haces aquí? ¿No se supone que deberías estar bailando con tu prometido?

—Gracias, hermana, pero parece que lo pasa mejor sin mí —respondo, recargándome en el respaldo—. En menos de cinco minutos, su secretaria lo hizo más feliz que yo en dos años.

—Ay, Quiqui —susurra con tono de compasión—. ¿Por qué aceptaste el anillo? ¿Por qué nunca me haces caso?

—Sabes perfectamente por qué, Dulce —me quedo en silencio, evitando que las lágrimas lleguen—. No quiero hablar de eso. Con el estrés del hospital y la jornada que pasé anoche en cuidados intensivos con los pequeños gemelos…

—Oh, esos bebés —dice, con una sonrisa al recordar a Jorge y Antonio, mis chiquitos prematuros—. Has hecho un trabajo increíble con ellos.




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