Hotel Alvear
La Recoleta, Buenos Aires
7:24pm
—Mira nada más qué vista tan chula, Bastián —dice Dulce, estirando los brazos mientras contempla la ciudad desde el balcón del roof bar—. El botones tenía razón; las puestas de sol aquí son otro nivel.
—Leí que, en el siglo XIX, la epidemia de fiebre amarilla hizo que las familias adineradas se mudaran a esta parte de la ciudad —responde él, hojeando una revista turística que encontró en la mesita de madera—. Decían que era uno de los puntos más altos y seguros. A partir de ahí, este barrio se convirtió en uno de los más elegantes y exclusivos de Buenos Aires.
—¡Ay, me muero por salir a turistear! —exclama mi hermana con un par de palmaditas rápidas, como si no pudiera contener la emoción—. ¿Cuándo iremos a recorrer la ciudad?
—Cuando tú quieras, muñequita —le sonríe, mirándola con devoción—. Podríamos empezar por la plazoleta que vimos desde el taxi.
—¿La que tenía esa iglesia blanca tan bonita y los faroles con estilo parisino? ¡Sí! —Dulce se le cuelga del cuello, y su sonrisa traviesa se transforma en un susurro que apenas llega a los oídos de Bastián.
—Te amo, Dulce de mi vida —responde él, sin pensarlo, y besa su mejilla con tanta ternura que hasta me hace suspirar.
Sebastián Francis Díaz es, sin lugar a dudas, un hombre admirable. A pesar de haber crecido en un hogar disfuncional, con un padre alcohólico y abusivo, encontró la fuerza para salir adelante y sacar a su madre de esa casa del “terror”, como él la llama. Empezó desde abajo, siendo apenas un niño de seis años, trabajando como cerillito en un supermercado. Cada vez que lo menciona, no puedo evitar que mi corazón se encoja un poco. Según él, la gente era generosa con las propinas que le daban por acomodar las compras en bolsas o llevarlas hasta los autos.
No puedo imaginarme a un niño tan pequeño enfrentando jornadas largas y agotadoras, soportando el dolor de los golpes o el hambre que, según sus propias palabras, se volvió su compañera inseparable. ¿Qué clase de vida es esa para un niño? Todo por culpa de la amargura de un hombre incapaz de amar. A veces me pregunto cómo alguien puede vivir tan lleno de odio.
Sebastián nunca tuvo lujos ni acceso a escuelas privadas, pero nada de eso lo detuvo. Poco a poco se abrió camino, esforzándose hasta obtener su licenciatura en Mercadotecnia. Hoy es reconocido por su talento y dedicación, y se codea con importantes empresarios de Guadalajara. Su éxito no es casualidad, es el resultado de años de lucha y sacrificio. Por eso, no puedo evitar sentirme feliz —y muy orgullosa— de ver a mi hermana menor comprometida con él. Si los vieran juntos, entenderían lo que quiero decir. Él se desvive por Dulce: la cuida, la procura y hace todo lo posible para verla feliz, incluso con los gestos más simples.
¿Y Dulce? Bueno, su nombre le queda perfecto. Es puro cariño, dulzura, y un apoyo incondicional para él. Se complementan tan bien que parecen haber sido hechos el uno para el otro.
Siendo honesta, tampoco me pesa haberle pagado el hospedaje ni haberle ocultado a mamá que seguían viéndose a escondidas con mi ayuda. Sé que cuando mamá lo descubra pondrá el grito en el cielo. Quizás me bombardee con mensajes de texto o me recuerde, como siempre, lo “miserable” que soy por desobedecerla. Pero no me importa. La felicidad de Dulce es mi mayor recompensa, mi legado más preciado.
—Y según el recepcionista, Eva Perón está enterrada en un cementerio cercano al hotel. ¿Quiana? ¿Nos estás escuchando?
—¿Eh? ¿Qué? —me sobresalto, dejando mis pensamientos a un lado—. ¿Qué dijeron?
—¿A qué rincón del universo te escapaste? No me digas que sigues pensando en el italianito ese —pregunta Dulce, hundiéndose en el sillón a mi lado.
—Fabio Girardi Pirone… Fabio Girardi Pirone —repito en un susurro, sacando la tarjeta de mi mochila con cuidado. La llevo a mi nariz y cierro los ojos, aspirando el rastro de su colonia. Una sonrisa se dibuja en mi rostro sin remedio.
—Te lo dije, Sebas —dice, volviendo la mirada hacia él—. ¡La dejó chiflada!
—¿Por qué no lo buscas en Facebook o Instagram? —propone Sebastián, apoyando un brazo en el respaldo del sofá con aire despreocupado—. Alguien como él seguro tiene redes sociales. Su estilo hablaba de alguien importante.
—Por eso te amo, cuñado —respondo de inmediato, besándole la mejilla antes de abrir mi laptop con energía—. ¿Cómo no se me ocurrió antes? —tecleo rápido mi contraseña, pero no puedo evitar volver a oler la tarjeta como si fuera un talismán.
—Oye, Quiqui, vas a desgastar ese pedazo de papel de tanto olerlo. Ni que fuera muestra de perfume— comenta mi hermana entre risas, arqueando una ceja.
—¿Qué colonia crees que use? ¿Giorgio Armani, Paco Rabanne o Gianni Versace? —pregunto, entregándole la tarjeta.
—¡Ájalas, hermana! —toma la tarjeta con la punta de los dedos, como si temiera que estuviera encantada—. Ese investigador privado te tiene amarrada de las trenzas.
—¿Amarrada? Por favor, ¿escuchas te lo que me dijo? —exclamo, subiendo la mirada de la pantalla— «Puedes quedarte los lentes, así no olvidarás nuestra reunión». ¿Cómo voy a olvidarme de un hombre así? Parece salido de una telenovela.
—Quién te ha visto y quién te ve, hermana —toma un alfajor de la mesa y sonríe con picardía—. Te has puesto más dulce que este manjarcito argentino.
—Ya, Dulce, deja de gusguear y ayúdame a buscarlo en internet —le digo rodando los ojos, mientras escribo su nombre en el buscador de Google.