Quiana “secretos, pasión y vino”

5 ENTRE SECRETOS Y PRIMERAS IMPRESIONES

8:25 p.m.

—¿Podrías calmarte, Quiqui? —dice mi hermana, acomodando mi cabello recién alaciado—. Todo saldrá bien.

—Eso lo dices porque no eres tú la que va a estar sentada frente a semejante bombón italiano —respondo, moviendo mi pie—. Estoy hecha un manojo de nervios, Dul. Oye, ¿qué hora es? ¿Crees que se haya arrepentido? ¿Me veo bien?

—Todavía no ha llegado y ya estás toda chiflada, Diosito santo —murmura, mirando la pantalla de su teléfono—. Faltan solo cinco minutos para las ocho y media.

—Cinco minutos, cinco minutos… —miro mi vestido negro de finos tirantes—. No me veo mal, ¿verdad?

—¿Mal? No juegues —se cruza de brazos—. Te ves preciosa con tu vestido largo y las sandalias altas. Además, las uñas rojas y el pequeño collar de perlas le dan el toque.

—¿El toque? —sonrío, mirando por la ventana hacia la avenida principal—. Nunca me había sentido tan ansiosa por una cita.

—Ya ni con Astor te pusiste así —alza los hombros—. La noche que te propuso ser su novia, recuerdo que solo dijiste: “Pos, estuvo bien. No fue una cita de telenovela, pero al menos me pagó las entradas al cine y me pidió ser su novia en medio del tráfico, con Los Tigres del Norte sonando en la radio.”

—¡Nooo, ni me lo recuerdes! —doblo los ojos—. Como aquella vez que pasó Chachito vendiendo flores en la plaza de la catedral y le dijo a Ferrer si no me compraba un ramito —comienzo a reír—. El gran empresario solo respondió que las flores eran una pérdida de dinero y que solo me regalaría joyería. ¿Puedes creerlo?

—Dos años sin haber recibido siquiera un condenado girasol, Quiqui —aprieta su botella de agua—. Y mamá encima justificándolo.

—¿Edá? —asiento—. Tal parece que se enamoró de él.

—Ni San Pedro lo permita —dice, persignándose dos veces—. No lo quise como cuñado, imagínate como padrastro. Nombreee, acabaríamos bien amoladas —se ríe—. Oye, ¿crees que a veces nos enfocamos más en lo malo que en lo bueno de un hombre?

—Pa’ qué te digo que no, si sí —resoplo, acomodándome en el respaldo del sofá de terciopelo rojo—. Lo malo tiende a calar más hondo, a cerrarte el corazón a nuevas oportunidades.

—Pero tú eres diferente, hermana —me da un golpecito cariñoso en el brazo—. Nada te detiene.

—¿Para qué quedarme atada a lo malo si puedo crear nuevas experiencias y mejores? —le sonrío de vuelta—. Estoy en Buenos Aires, a punto de conocer a un tipo sacado de una revista de moda, en un hotel de lujo. Este capítulo sí que parece de telenovela.

—Solo falta que te bese —alza las cejas con picardía—. Ese labial rojo tiene poderes mágicos.

—Tampoco te me adelantes, aunque… —me miro en el reflejo de la ventana—. Tal vez tengas razón. Quién sabe, quizá salga algo interesante de todo esto.

—Recuerda que estas oportunidades no se cruzan todos los días… —echa un vistazo a su teléfono y sonríe de oreja a oreja—. Ándale, ya es la hora. En cualquier momento llega. ¿Te veo más tarde?

—Te llamo en cuanto termine con la cita, ¿vale?

—Perfecto —me abraza—. Y no olvides, si necesitas algo, me avisas. Mantengo el teléfono cerca.

—Sí, sí —sonrío—. No se vayan muy lejos, por fa. O bueno, llévense el GPS. ¡Ah! —tomo mi monedero de la bolsa—. ¿Tienes dinero?

—Quiqui —me pellizca la mejilla—, tran-qui-la. Olvídate de nosotros y disfruta de tu noche con ese galán de sonrisa irresistible. ¡Te veo luego! —cruza su morralito de colores sobre el hombro y me lanza un beso esquivando las mesitas de vidrio—. ¡Suerte!

Asiento y le devuelvo el beso con un gesto de la mano. Sebas la espera al otro lado, esbozando una sonrisa que ilumina todo a su alrededor. La recibe con un tierno beso en la frente, y juntos cruzan la avenida, caminando hacia la plazoleta que tanto les gustó. Antes de desaparecer tras la esquina, ambos me saludan con una última mirada cómplice, como un adiós cargado de calma y complicidad.

—Vaya par de chicles —susurro, abriendo la botella de agua—, qué bonitos se ven juntos. Ojalá algún día yo también me vea así.

«¿Y por qué no?», resuena en mi mente, arrastrándome de nuevo a esos pensamientos que me cuesta evitar. A veces me pregunto qué me llevó a detener mi vida por un hombre que, en dos años, no entendió el valor de la mujer que soy. Si soy honesta, no sé cómo terminé con él. Lo admito: sus genes griegos y mexicanos llaman la atención. Es un hombre que, al cruzar la calle, cualquiera detendría la mirada. Pero no fue solo eso. Su habilidad en los negocios, su porte y su forma de llevarse el mundo por delante me deslumbraron. Aunque, si debo señalar algo en específico, fueron esos ojos café los que hicieron estragos en mi corazón el día que nuestras miradas se encontraron en la recepción del hospital.

Ay, santísimo. No debí dejarme llevar solo por unos ojos, ¿verdad? Tendría que haber visto algo más: sus actitudes, la forma en que hablaba, cómo trataba a su familia…

—Por todas las cazuelas voladoras de Guadalajara, Quiana, no empieces con tus reflexiones ahora —murmuro, sacudiendo la cabeza con fuerza.

Siempre encuentro excusas. Digo que el cáncer de papá ablandó mi corazón, que el cariño que él mostraba por Astor me hizo bajar la guardia. Sin embargo, en el fondo sé que temo quedarme sola. No quiero ser la solterona de la familia. No, gracias. Ya es suficiente escuchar los lamentos de mi prima Laura Concepción cada sábado, hablando de Pedrito, su difunto marido… o casi marido. Que Dios lo tenga en la gloria.

—Cuando no tenía nada, deseé. Cuando todo era vacío, esperé. Cuando sentí frío, temblé. Cuando tuve coraje, llamé… —una voz suave sale por los parlantes del lobby, interrumpiendo mis pensamientos—. Cuando llegó carta, la abrí. Cuando escuché a Prince, bailé… Cuando el ojo brilló, entendí. Cuando me crecieron alas, volé…




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