Restaurante Le Grill
Puerto Madero, Buenos Aires
9:50 p.m.
Y aquí viene el tercer punto a favor del italiano del que apenas sé un par de cosas, pero que me atrae como las moscas a la miel. Antes de salir del hotel, le mencioné que me encantaría caminar por Puerto Madero, pues, según los comentarios en Tripadvisor, es un área moderna, lujosa, y perfecta para una noche de paseo inolvidable junto al muelle. Algo así como turistear por Reforma, el centro histórico o Coyoacán, pero con un toque porteño y sofisticado. Incluso, si tienes suerte, podrías toparte con alguna celebridad, un empresario reconocido, o quizás un político de renombre.
Ahora, bien dicen que del dicho al hecho hay mucho trecho. ¿A qué me refiero? A que jamás imaginé que se tomaría mi sugerencia tan en serio. Una puede soñar muchas cosas, pero que alguien haga realidad un anhelo sin apenas conocerte es algo que merece un lugar especial en el calendario de los buenos momentos. Y este es, sin duda, uno de ellos. «Gracias, Fabio», pienso mientras lo sigo con la mirada.
—¿Qué te parece Le Grill? —pregunta mientras cuelga su chaqueta de cuero en el perchero.
—Es increíble—respondo, admirando las vigas verdes que decoran el techo de la terraza—, pero podríamos haber ido a una cafetería. Esto es… demasiado elegante.
—Conmigo, tutto (todo) lo es, Quiana —dice con una sonrisa encantadora, tomando uno de los menús de la mesa.
—¿Y dónde dejaste tu lado simple y relajado?
—Descansando en el hotel —responde, baja la carta para mirarme a los ojos y me guiña un ojo—. Estoy bromeando.
—Ah, qué alivio, porque no me gustan las personas serias o estiradas —suelto una pequeña risa—. Ya bastante tuve con… —me aclaro la garganta antes de meter la pata mencionando a Astor—. Eh, ¿crees que tengan macchiatos? Muero por uno.
—Ragazza, conmigo puedes decir lo que quieras. Nos estamos conociendo, ¿va bene? —me observa con interés y ladea la cabeza—. Dijiste que ya tuviste bastante con…
—Mi casi prometido —suelto al fin, sintiendo un ligero nerviosismo apoderándose de mí—. Es que… siento que, si hablo de él durante nuestra cita, voy a arruinar el momento.
—¿Arruinarlo? —pregunta arqueando una ceja con curiosidad.
—Sí, ya sabes… quitarle la magia.
—No le quitas nada. Rilassati (Relájate) —su tono es suave y tranquilizador.
—Parecemos un juego de tira y afloja con nuestras palabras —me río—. Mira, lo importante es que mi casi prometido ya es cosa del pasado. Pasado pisado, como decimos. No creo que valga la pena hablar de él ahora. Mejor hablemos de… no sé, el café, ¿te parece?
—Pasado pisado —repite en voz baja, como si estuviera probando la frase en su boca.
¿Habré dicho algo que lo haya incomodado? Espero que no.
—¿Sucede algo?
—Sucede que tienes toda la razón —responde, cierra el menú y fija sus ojos en los míos.
—¿Lo dices por la frase? —pregunto, algo intrigada—. Bueno, creo que todos sabemos que aferrarse al pasado no deja nada bueno. No te permite avanzar, ni amar, ni crecer… mucho menos ser libre —mis palabras fluyen con una honestidad que no esperaba y me apoyo en el reposabrazos de la silla—. Hubo un tiempo en mi vida en el que dejé de ser yo misma. Era todo lo que los demás querían que fuera, menos la Quiana que estás viendo ahora.
—¿Y cuándo despertaste? —pregunta con un interés genuino.
—Hace apenas dos días —confieso con una sonrisa—, aunque las ganas de dejarlo todo y escapar siempre estuvieron presentes.
—¿Y tu casi prometido?
—Buenas noches, señor… Girardi —interrumpe la mesera acercándose a nuestra mesa—. Mi nombre es Nadia —hojea su libreta—. ¿Qué puedo ofrecerles?
—Quiana, tú primero.
—Gracias —respondo, abriendo de nuevo el menú—. Me gustaría una orden de papas fritas con… Mmm, no, espera. ¿Qué son batatas?
—Es una papa dulce —responde Nadia, lanzándole una mirada rápida a Fabio—. El interior es anaranjado tirando a rojizo. Son riquísimas, sobre todo si las acompañás con un asado de tira o algo similar.
—¡Ah, ya sé! Es camote —exclamo, notando cómo se sobresalta un poco con mi tono. Su reacción me arranca una sonrisa—. No, entonces solo quiero un macchiato y un trifle de frutos rojos.
—¿Con salsa de frutilla está bien? —apunta en su libreta.
—¿Frutilla? —repito con curiosidad—. Ah, sí, claro, está bien. Gracias.
—¿Y para usted, caballero? —le pregunta a Fabio, con una sonrisa que no disimula su interés, aunque él parece ignorarla por completo.
—Lo mismo que la señorita —responde, manteniendo los ojos puestos en mí—. Grazie.
—Perfecto —dice, dejando dos vasos de agua sobre la mesa antes de dar media vuelta y dirigirse a la cocina, un poco apagada al no lograr captar la atención de Fabio.
La sigo con la mirada mientras se aleja, consciente de su reacción.
—¿Siempre te pasa?
—¿A qué te refieres?
—A eso que acabo de ver. ¿Todas las mujeres se ponen así de tontas cuando te miran?
—Meglio parliamo di altra cosa (Mejor hablemos de otra cosa) —responde riéndose. Toma un pan de la canasta plateada y lo unta con mantequilla—. ¿El macchiato es tu café preferito?
—¿Favorito quieres decir? Sí —asiento, frotándome las manos, contenta por haber cambiado de tema y dejado atrás el “asunto” de Ferrer—. Se convirtió en mi compañero inseparable durante las noches de desvelo en la universidad. ¡Oh! Pero cierto, eres italiano —me inclino un poco hacia la mesa para observarlo con más detenimiento—. Seguro en tu país deben ser mucho mejores.
—Sono squisiti (Son exquisitos) —lleva la punta de los dedos a sus labios como si probara un manjar—. Café cortado con poca leche caliente y espumada —se inclina también hacia la mesa, sus ojos atrapando los míos, profundos y serenos—. ¿Te digo algo?