—Gracias por traerme de vuelta —digo, cerrando la puerta del Ferrari con cuidado—. Fue una noche agradable, algo alocada al final, gracias a la Úrsula de cuento infantil, pero especial, al fin y al cabo.
—¿Úrsula? —alza una ceja rubia con curiosidad—. ¿Úrsula de La Sirenita?
—Exacto —asiento, balanceándome sobre mis sandalias altas—. No tengo nada contra las personas más llenitas, pero la actitud con la que te habla o te mira… —chasqueo la lengua—. Parece que el piso no la merece o que el planeta es demasiado pequeño para ella.
—Eres muy observadora.
—No hace falta ser experta para darse cuenta —alzo los hombros—. ¿Fue tu novia?
—Hace diez años, sí —responde, observando mi reacción con cautela—. Su nombre es Cecilia Cacciatore.
—Mmm, bueno. No soy quién para opinar, ¿verdad? —digo con calma—. Tuve un novio igualito. ¿Cuánto tiempo estuvieron juntos?
—Casi dos años —sonríe, observándome con atención.
¿Otra coincidencia? San Martín, deja de jugar con mis sentimientos. Me estoy emocionando yo sola. ¿Será acaso mi ser amado, como dice María de todos los Ángeles?
—El mismo tiempo que estuve con Astor —logro decir—. ¿Qué pasó?
—Visiones distintas de la vida y una escasa conexión entre los dos —alza la mirada hacia la avenida, pensativo—. Ella era conformista y yo… beh (bueno), deseaba expandirme como investigador privado.
—Cierto que eres investigador —asiento, tamborileando con los dedos sobre mi bolsa—. ¿Cuántos años tienes, Fabrizio?
—Veintiséis.
—En tus sueños —comienzo a reír—. No puedes ser menor que yo. No, no, imposible.
—Va bene (De acuerdo) —sonríe, jugando con sus llaves—. Estoy a un mes de cumplir treinta y dos.
—Eso me agrada más.
—¿Y tú, Quiana?
—Estoy a un pasito de cumplir mis hermosos treinta —suspiro, pensando en el cúmulo de ilusiones que aún guardo en mi corazón, esas que las circunstancias no me han permitido cumplir—. Treinta y aún me faltan tantas aventuras por vivir.
—¿Por ejemplo?
—Escaparme para tomarme un macchiato en la mejor terraza de tu ciudad —sonrío—. Apuesto a que es más hermosa que en los videos de YouTube. Qué afortunado eres de ser romano, verdad de Dios.
—Aspetta un momento (Espera un momento), ¿me estás diciendo que jamás has visitado Roma?
—Jamás. Siempre surgían detalles en mi trabajo, en la empresa de mis padres, o prefería invertir en otros lugares como rinconcitos mágicos de mi país. Además, con el ex prometido tan sociable y dadivoso que tenía, ni pensarlo —niego con la cabeza y aprieto la mandíbula para evitar las lágrimas—. Hace un año supe que viajaría a Frascati por un asunto de negocios… Negocios de quién sabe qué, porque hasta el día de hoy sigue siendo un enigma para mí.
—Esa ciudad está a menos de una hora del centro de Roma.
—¡Lo sé! —exclamo—. El problema es que, cuando le pedí, o más bien, le rogué que me llevara con él, se negó. ¿Puedes creerlo? Solo me dijo: «No, Quiana, olvídalo. No estoy para paradas turísticas ni fotitos Polaroid de las que tanto hablas. Solo voy un par de días y regreso al trabajo».
—È un dannato con tutte le lettere (Es un maldito con todas las letras). ¿Qué le viste?
—Créeme que ni yo lo sé. Cuanto más hablo de él, más me doy cuenta de las bajezas que le permití. ¿Ya te mencioné que lo encontré con otra mujer la misma noche de nuestro compromiso?
—Oh, no me digas más, per favore —dice, girando un dedo cerca de su cabeza—. Ese tipo está loco.
—La loca soy yo por haberle dado la oportunidad de estar conmigo y dejar que me tratara como le daba la gana, todo por miedo a defraudar a mis padres y quedarme más sola que un hongo. Ja, ahora me ruega para que regrese a México con él y me llena de mensajes vacíos que van directo a la papelera —alzo los hombros—. ¿Por qué existen hombres así? ¿Tanto les cuesta amar de verdad?
—Le preguntas a un hombre que es mujeriego.
—Eras. Tiempo pasado —digo, levantando la mano como para callarlo—. ¿Sabes? Reconozco y valoro la valentía que tuviste al decirme eso hace un rato.
—No es gran cosa.
—Te equivocas, sí lo es. Es el primer paso para cambiar —su mirada me provoca tanta compasión, tanta ternura. ¿Cómo es posible?—. La mujer de la que estabas enamorado, ¿lo sabía?
—Desde el primer día —muerde su labio y ladea la cabeza—. En una ocasión le dije: «Clara, llevas tres años trabajando para esta empresa y sabes bien que no soy hombre de una sola mujer. He fijado mi vida, pero dejé abierta la puerta para todas las que quieran estar conmigo. Este soy yo» —suspira, cruzando los brazos como si intentara protegerse—. No me siento orgulloso de lo que fui…
—De lo que fuiste —lo interrumpo, tomando su muñeca—. En ningún momento sentí que quisieras salir conmigo solo para llevarme a tu hotel. Tampoco me incomodó tu presencia, todo lo contrario. Fue una velada agradable y tranquila —busco su mirada y le ofrezco una sonrisa de comprensión—. Deja de martillarte con tus palabras del pasado. Necesitas enterrarlas, si no, terminarán por devorarte. Es hora de soltar.
—Si tan solo te hubiera conocido antes, ragazza. ¿Dónde estabas? —sonríe incrédulo.
—En Guadalajara —digo, como si fuera obvio—. Si quieres más consejos, puedes buscarme otro día. Ya debo dormir, y tú también. Por cierto, ¿cómo sigue tu cabeza?
—No recuerdo en qué momento se me fue el dolor, pero supongo que te lo debo a ti.
—Llámame Santa Quiqui de ahora en más, por favor —respondo, provocando una ligera risa de su parte—. ¿Ves? Eso es lo que te hace falta, reír más. Te vas a volver viejito si no ejercitas los músculos de la cara —entrecierro los ojos y me acerco a tocar su barba—. Tu barba te hace ver más grande, como más empresario ricachón.
—Soy un empresario rico.
—Sí, lo sé, chico fresa.
—¿Chico fresa?
—Así se les dice en México a los que son de clase alta y hablan con una papa en la boca —alzo las cejas.