Quiana “secretos, pasión y vino”

8 CAFÉ, FOTOS Y DESTINOS CRUZADOS

Hotel Alvear, Buenos Aires

1:40pm

—¿Quiqui? —Dulce me hace señas para que la mire—¡Quiqui!

—¿Qué? —Me quito los audífonos rápidamente y sacudo la cabeza para regresar al presente—¿Dijiste algo?

—Sí, ¿me prestaste atención a lo que te acabo de decir?

—Acerca de… ¿del barrio?

—¡No puede ser! —golpea su frente con frustración—. Llevo media hora hablando del cementerio que queremos visitar y tú me sales con un barrio.

—Estábamos hablando del barrio de La Boca hace un rato, Dul. Déjala. ¿No ves lo flechada que quedó desde su cita con el empresario Fabiano…?

—Fabrizio, se llama Fabrizio, Sebas —lo corrijo—. Y sí, es un hombre muy interesante del que quiero saber más.

—Y, además, ¡es de Roma! ¡Uuuuuh! —exclama Dulce mirando por la ventana de la pequeña cafetería—. Ya la perdimos.

—Ah, caray, hermana… —sonrío—. Que yo sepa, nunca me perdí con un hombre. Y no, mi locura con Astor no cuenta.

—Ay, por favor, ¿cuánto llevas escuchando la misma canción?

—¿Qué canción?

—No te hagas la despistada, porque sabes bien de qué hablo. La melodía esa que te dijo que buscaras.

—Aaaaah —respondo restándole importancia—. Quizás unas veinte veces.

—Mentirosa, llevas los audífonos puestos desde que me desperté y eso fue a las ocho de la mañana. Por cierto, estabas conversando con él, ¿verdad? Tu teléfono sonaba cada cinco minutos.

—Nah, como crees —niego. Me estiro para agarrar mi vaso de naranjada fría, y continúo jugando con mi ensalada—. No es para tanto.

—Vaya, vaya, vaya… No te había visto así desde que Alejandro Sanz te dio un beso en su concierto del Auditorio Nacional.

—Y eso que fue solo en la mejilla, imagínate si hubiera sido más —responde mi hermana, riéndose—. Estuvo dos días sin lavarse el cachete.

—Déjenme ser, ¿sí? —hago un puchero—. Si lo que quieren escuchar es que Fabrizio me gusta, pues sí, me gusta bastante. ¿Contentos? Tiene una conversación amena y se nota que tiene clase.

—Está re chulo el condenado, deja de hacerte la recatada —me codea—. Mejor cuéntame cómo estuvo eso de que su exnovia loca fue a buscarlo.

—Ah, eso… —digo, poniendo los ojos en blanco—. Ya estábamos por salir del restaurante cuando entra por la terraza. La hubieras visto, Dulce. Faltó poco para que lo tirara al piso con el abrazo tan incómodo y apretado que le dio.

—Viejas locas —bufa—. Luego se quejan de que no las toman en serio.

—Lo que no entiendo es cómo nos encontró —digo, picando un poco de ensalada con mi tenedor—. Buenos Aires es gigantesco.

—¡Y cómo no va a encontrarlas si estás en su Instagram, Quiqui! —exclama, mirando su teléfono—. Agárrame, Sebas, agárrame. ¡Mira esto!

—No, no puede ser posible. En ningún momento me tomó fotos —frunzo el ceño—. A ver, déjame ver —estiro mi mano y le quito el teléfono—. ¡Ájalas! Estoy en Instagram.

Sí, no cabe duda de que me fotografió y en uno de mis mejores ángulos. Tengo la pose de “Quiqui, la reflexiva”. Es esa en la que observo algo con tanta atención que no me doy cuenta de lo que sucede a mi alrededor.

—Pero mira nada más —murmuro, al darme cuenta de la etiqueta con el nombre del restaurante—. Ahora todo tiene sentido. Así fue como nos encontró.

—Claro, lo flechaste —comenta Sebas, alzando su vaso de terma—. Brindo por esta nueva historia de amor.

—Nada de amor, cuñado. Solo estamos conociéndonos.

—No me vengas con que apenas se están conociendo, porque ya hasta se atrevió a decir que eras su ragazza.

—Y yo ya les expliqué por qué lo hizo —sonrío, recordando nuestro juego de palabras—. Su exnovia la loquilla apareció justo cuando estábamos por irnos y, supongo, que no halló otra forma de quitársela de encima.

—Ay, claro, claro. Y ahora resulta que la única manera de deshacerse de ella fue llamándote su novia, ¿no? Si te oyera mi abuelita Toña, ya te habría dado con el bastón en la cabeza.

—Pero no está aquí, así que te aguantas mis explicaciones, aunque no les encuentres sentido —levanto mi teléfono de la mesa al ver la notificación de WhatsApp—. Hablando de Fabrizio…

—¡Fabrizio Girardi se asoma! —exclaman ambos, chocando sus vasos.

Me muero de risa y me concentro en el mensaje que acaba de enviarme. No puedo evitar sonreír como una niña chiquita al darme cuenta de que cambió su foto de perfil. ¡Qué ternura! Son nuestras tazas de café.

«Buongiorno, bella ragazza. Mi junta se adelantó por algún motivo, lo que quiere decir que tengo varias horas libres. ¿Te gustaría que comamos juntos en La Boca? Voglio vederti (Quiero verte)».

—¡Están de suerte! —digo, sin poder dejar de sonreír—. Estará comiendo en La Boca dentro de una hora. ¡Tenemos que ir para allá!

—¿Y nosotros por qué? —interrumpe Dulce, cruzándose de brazos—. Yo quiero ir al cementerio de Recoleta.

—Iremos otro día —me levanto rápido de la mesa—. Vámonos, que está algo lejitos y no quiero llegar tarde.

—Voy a apuntar esto en mi libreta de favores que debo cobrarle a Quiana Rebecca Varela —dice en tono de broma, terminando su refresco.

—Hoy por ti, mañana por mí, hermanita —respondo, guiñándole un ojo—. No olvides que fui la alcahueta para que ustedes dos, par de guajolotes, pudieran verse a escondidas.

—Lo que sea de cada quién, tiene razón, mi cielo —concuerda Sebas, abrazándola—. Andando, mi guajolotita.

—¡Siiiiii! —esquivo las mesas para llegar a la barra, y le pido la cuenta al mesero a la vez que sigo escribiéndole a Fabrizio.

«Nos vemos en cuarenta minutos, novio italiano. Estoy en camino».




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