Quiana “secretos, pasión y vino”

10 CONEXIÓN INVISIBLE

Barrio de La Boca

3:05 PM

—Escuchen esto —dice Sebas, hojeando una revista llamada Marcas y Turismo que le dieron en el hotel—: «La Boca fue el viejo barrio de los genoveses, aquella comunidad ruidosa y melancólica que, cargada de sueños, cruzó el océano para instalarse en calles aledañas al puerto; allí donde el riachuelo desemboca en el Río de la Plata» —cambia de página—. «Todo este sitio era una zona pantanosa y hostil, un lugar apenas dotado de astilleros, almacenes navales, pulperías y un puñado de casas destartaladas». ¿Qué son almacenes?

—Creo que son como una tiendita de abarrotes —respondo, mirando los nombres de las calles en cada esquina.

—¿Tipo Seven Eleven?

—Algo parecido, pero menos moderno.

—¿Quién iba a pensar que un barrio tan feo en sus inicios sería tan pintoresco y turístico? —Dulce comenta, enfocando con su Nikon D3500 a una pareja de bailarines de tango—. Aunque no lo quiera admitir, el italianito nos está llevando a lugares interesantes de Buenos Aires.

—Tienes razón, mi vida —Sebas asiente—. Con las calles empedradas, los pintores y las artesanías, ¿no te recuerda a Coyoacán?

—¿Cómo olvidarlo? Si hasta Quiqui nos prestó su Peugeot.

—Y tuve que inventarle a mamá que dejé la camioneta en el taller de don Esteban todo el fin de semana, solo para que no descubriera que se habían ido juntos. Fue el “mantenimiento” más largo de la historia —digo negando con la cabeza—. Todavía le sigo pagando por guardar el secreto.

—¿Le sigues pagando? ¿Por qué no dijiste nada?

—Ay, Sebas —le doy una palmada en la espalda—. Cada semana dejo chocolates Cremino en su buzón. Es un viejito dulzón, no ha sido tan grave.

—Uf, menos mal. Pensé que te habías endeudado por nuestra culpa.

—Tranquilo, cuñadito. Sé cómo negociar con los de mi barrio. ¡Ah! Pero lo que sí me deben es un recuerdo de la casa de Frida Kahlo. Esa no se las perdono.

—Prometo compensarte cuando regresemos a Guadalajara —dice mi hermana, levantando el dedo meñique—. Pinky promise.

—Ah no, pues sí, pinky promise —murmuro cruzando la avenida que aparece en el mapa como Doctor del Valle Iberlucea—. Esta debe ser la calle correcta… Magallanes… Sí, ¡llegamos! —zapateo con satisfacción por usar Google Maps sin perderme.

—Felicitaciones, mi Quiquita. No nos ahogaste en el riachuelo —responde Dulce, colgándose de mi cuello—. Bien dicen que cuando algo te interesa, mueves cielo, tierra y mar para conseguirlo. Se nota que Fabrizio te tiene bien picada, como esquilín.

—Bien picada… esquilín —me río por sus expresiones tan de Jalisco—. Ay, Dulcinea de mi corazón.

No puedo refutarle nada. Tiene razón. Mis ansias crecen con cada paso que doy, y las mariposas en mi estómago se han transformado en un tornado de cosquillas imposibles de controlar. ¿Cómo voy a mirarlo a los ojos, contemplar su sonrisa y no caer redonda al suelo?

«Ándale, Quiqui… Apenas lo conoces y ya te trae de un ala», me dice esa vocecita interna que siempre aparece en los momentos más inoportunos.

—¡Ay, mira, Sebas! ¡Qué bonito vasito! —Dulce señala uno de los puestos a un lado de la acera.

—No es un vasito, cariño. Se llama mate —responde, tomando fotos con su celular a las jícaras de colores—. Es para el té tradicional que toman los argentinos.

—Deberíamos probarlo, ¿no? —se inclina hacia el puesto para verlos de cerca—. ¿Qué dices, Quiqui?

—Podría estar bien —asiento distraída, enfocándome de nuevo en el mapa—. Me acuerdo que el tío Javier nos regaló una vez un paquete de yerba amarilla. ¿Cómo se llamaba? ¿Canarias? Algo así.

—Ah, pero, ¿no era uruguayo?

—Creo que sí. Aunque, siendo vecinos, el sabor debería ser parecido.

—¿Nos llevamos uno para probar en el hotel? Se ven buenos.

—A ver… ochocientos treinta y ocho… —murmuro, ampliando la imagen en la pantalla.

—¡Hombre! Mucha atención me prestas —se queja Dulce.

—Amor, entiende que está concentrada buscando la dirección que le dio el empresario —interviene Sebas con una sonrisa.

—¡Ay, no! No entiendo por qué se complica tanto —dice, chasqueando la lengua—. Mira, ya lo encontré. ¿No es el rubio que está sentado allá con un iPhone?

Levanto la vista, estiro el cuello y lo veo entre las mesas con sombrillas blancas.

—¡Oh! Sí, es él —mi sonrisa aparece sin esfuerzo—. ¿Cómo lo encontraste tan rápido?

—Visión privilegiada, hermanita —revisa su reloj—. Llegaste a tiempo.

—Entonces vayamos a saludarlo, ¿les parece? —guardo el teléfono en mi cartera, lista para caminar hacia él.

—Quiqui…

—¿Qué pasa? ¿Sucede algo?

Dulce mira a Sebas, buscando apoyo. Él solo alza las cejas y se cruza de brazos.

—Después de pensarlo durante el camino, decidimos que lo mejor sería que fueras sola a comer con él en lo que nosotros seguimos explorando.

—¿No querían conocerlo? Habíamos quedado en eso antes de bajar del autobús.

—Mira, no voy a negar que está guapo y tiene una vibra especial, pero no. Mejor seguimos turisteando. Además, no quedaría bien que apareciéramos así, como por sorpresa.

—¿Por qué no?

—Porque te invitó a ti, chula. Si nos metemos, pareceríamos cilantro entre los dientes.

—¡Ay, no te pases! —me río, soltando la tensión—. Está bien que sea una especie de cita, pero tampoco es para tanto.

—Hazle caso a tu hermana y disfruta el momento, Qui —dice Sebas, apoyándose en mi hombro.

—Sí, ve. Además, a nosotros nos gusta más caminar y perdernos por ahí, no esas cosas refinadas.

—Eso ya lo sé —respondo, sonriendo de lado—. Aún no olvido que fueron a Tequisquiapan y no me trajeron lo que pedí.

—¿Todavía te acuerdas de las piedritas de la Peña de Bernal?

—Jamás lo olvidaré.

—¿Por qué no mejor conquistas a tu italiano, te haces su novia y lo llevas a recorrer Querétaro?




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