Parque Lezama, Buenos Aires
6:22 p.m.
“Ven conmigo a Salta. Piénsalo, per favore” resuena en mi cabeza a la vez que camino a su lado y disfruto de la tarde fría de Buenos Aires. Su silencio, combinado con esas sonrisas que surgen en los momentos menos esperados, tiene algo especial, tan único como el barrio bohemio que nos rodea. ¿San Telmo le llaman? Sí, creo que ese es el nombre.
—Me encantan las jacarandas —digo, alzando los brazos—. Su aroma dulce y amaderado me recuerda a Guadalajara en primavera. Gracias por traerme aquí—sonrío—. ¿Cómo se llama este lugar?
—Parque Lezama —toma mi mano y me hace girar—. Algunos historiadores creen que aquí se fundó Buenos Aires en 1536, cuando Pedro de Mendoza llegó como conquistador. Un año después, el lugar fue abandonado por hambrunas y enfermedades.
—Tienes una memoria impresionante para fechas y nombres —su cálida mano se cierra sobre la mía. Siento un remolino en el estómago, como si algo dentro de mí se liberara.
—¿Te incomoda que te tome de la mano? —se detiene de golpe.
—No, no, para nada —respondo con rapidez, sin mirarlo de frente—. Solo me pones un poco nerviosa, eso es todo.
—No tienes por qué sentir nervios conmigo, bellezza. Aunque debo admitir que me halaga —su mano aprieta la mía, y continuamos. La sonrisa que aparece en su rostro es espontánea y llena de una calidez casi tangible—. Ah, casi lo olvido —señala hacia la avenida—. Allá está la iglesia ortodoxa rusa, conocida por su estilo moscovita y esas cúpulas azules tan particulares. Fue diseñada por Alejandro Christophersen, un arquitecto noruego.
Sigue hablando, pero no logro concentrarme en sus palabras. Mi atención se desvía completamente hacia él. ¿Por qué no puedo dejar de observarlo? ¿Será que mi mente está creando un pedestal para este hombre? Por fuera, parece salido de una novela romántica, pero en los dos días que llevamos juntos he descubierto algo más. Es un alma que busca vivir, que anhela amor.
Hay algo en su sonrisa que me desarma, en el brillo de sus ojos verdosos que me envuelve en una calma desconocida. Nunca sentí algo igual, ni siquiera con Astor. ¿Qué está ocurriendo conmigo?
—Quiana, deja de mirarme. Vas a desgastarme —dice con una mezcla de picardía y ternura.
—Lo siento, es que no puedo evitarlo —suspiro, sintiendo cómo mis mejillas se tiñen de rojo. «Jesús, qué vergüenza»—. Fabrizio, tienes algo que no logro descifrar, pero que me atrae más con cada momento. Eres… —alzo la mirada al cielo, buscando las palabras adecuadas—. Eres como un imán, como miel recién salida del panal. ¿Qué te hace tan especial? Ayúdame a entender.
—He recibido todo tipo de cumplidos en la mia vita, pero este es de los más sinceros que he escuchado —deja su maletín en el suelo y baja el cierre de su chamarra beige, sonriendo de manera cálida—. Toma, ya empieza a hacer frío.
—No es solo un cumplido, es… —me doy vuelta para meter las manos en las mangas—. Ya ni sé qué quiero decir —suspiro—. Gracias por la chamarra.
—¿Sarà troppo presto per baciarti?
—¿Perdón? —me giro, confundida.
—Pregunto si será muy pronto para besarte —su brazo rodea mi cintura, acercándome más a él—. Desde que te vi en el aeropuerto, no he dejado de pensarlo.
—No puedes soltar algo así cuando estoy en medio de una confusión emocional —intento dar un paso atrás, pero su abrazo se hace más firme.
—Un beso, Quiana —susurra, levantando mi mentón con un roce suave de su dedo—. Uno solo.
«¡Dáselo, Quiqui! ¡Mira esos labios tan bonitos! ¡Aviéntate!» grita mi lado atrevido.
—Creo que no tiene sentido resistirse —susurra, rozando su nariz con la mía como si pidiera permiso—. Es evidente lo mucho que nos gustamos.
—Fabio…
—Vieni qui.
—No, no, no —murmuro cerrando los ojos—. Ahora no.
—¿Sucede algo?
—Lo siento. Me están llamando —me aparto para buscar el teléfono en mi cartera—. Es mi madre. Doña Rebecca Concepción Varela de Ponce —le muestro la pantalla con una mueca—. Y es videollamada. Si sigo ignorándola, vendrá por mí. ¿Qué? ¿No me crees? —levanto una ceja al ver su expresión incrédula—. Ahora lo verás.
Descuelgo y activo la cámara.
—¡Quiana Rebecca, hasta que por fin te dignas a contestarme! —reprocha mi madre—. Debería darte vergüenza, hija.
—Hola, mamá —respondo con un suspiro de resignación—. ¿Cómo está todo en Guadalajara?
—Y todavía tienes el descaro de preguntar —levanta su famosa libreta color tierra, esa reliquia que nunca abandona—. Tengo una boda en pausa, y todo por tus caprichos de niña inmadura. ¡A estas alturas ya deberíamos tener la mesa de dulces y los arreglos florales listos!
—Uuuh, y yo que pensé que habías tirado ese cuaderno donde planeaste hasta los hijos que voy a tener —suspiro con fingida resignación—. ¿Cuántos eran? ¿Cinco?
—¡Quiana!
—Es la verdad, mamá —frunzo el ceño, reprimiendo una risa al notar la expresión de Fabrizio, que no entiende nada—. ¿Cuándo vas a aceptar que no pienso volver con tu adorado exyerno? Además, ¿qué haces llamándome? ¿No que ya no ibas a aceptarme de regreso después de mi gran “escapada”?
—A ver, Quiquita de mi corazón —pellizca el puente de su nariz, su clásico gesto de desesperación—. Te estoy dando la oportunidad de recapacitar y corregir el tremendo desorden que armaste desde el sábado. Astor dice que no le contestas ni llamadas ni mensajes. ¿Qué te pasa?