La Roseña
8:40 p.m.
—«Sobre la ruta cuarenta, en el kilómetro cuatro mil trescientos veintiséis, se alza una de las casas originales de la familia Michel Torino, transformada en hotel-spa con veinte habitaciones y cinco suites privadas. A diez minutos de la iglesia de Nuestra Señora del Rosario y del Museo de la Vid y el Vino, este lugar destaca por su arquitectura colonial, con amplias galerías y rejas de hierro originales de 1892» —recita el video por tercera vez desde que llegamos.
—Gracias por traerme el vino —le digo a Sebas, cerrando la puerta del tocador.
—De nada. ¿Puedes creer que este “ranchito”, como dice Dulce, tiene catorce hectáreas? —comenta sin apartar la vista de la proyección en la pared de tabiques rojos—. Daría lo que fuera por algo así.
—La Roseña es enorme —respondo, degustando el vino—. Esto está muy bueno. Dulce, pero sin empalagar. A propósito de dulce, dime, ¿cómo convenciste a mi hermana de venir?
—Tuvimos un intercambio serio sobre lo importante que es para mí estar aquí —se encoge de hombros—. Siempre apoyé sus sueños, locuras y proyectos. Lo justo era que hiciera lo mismo por mí, ¿no crees?
—Vas aprendiendo, cuñado. Muy bien —le guiño un ojo—. Tres años juntos y aún continúan aprendiendo del otro. Van por buen camino.
—Eso espero, Qui.
—Tú relájate, que la boda se hace porque se hace —digo, asomándome por el arco principal hacia los barriles—. ¿Dónde estará? No lo veo por ningún lado, y se supone que es el anfitrión.
—No somos tantos. Como mucho llegaremos a unos ochenta, sin contar a los demás huéspedes y al personal —interviene Dulce detrás de mí.
—¿Qué? —me doy vuelta sorprendida.
—Memoricé a cada persona al llegar —sacude sus manos mojadas y ajusta el escote de su vestido amarillo—. Los baños me encantaron, pero ya es hora de hacer algo interesante. Vamos a buscar a tu novio.
—No es mi novio —respondo, recorriendo el salón con la mirada.
—Todavía no —sonríe con picardía—. Pero lo será pronto.
—Wow, ahora resulta que también eres vidente —digo, ajustándome las ondas del cabello.
—Ni vidente ni profeta, pero desde lejos se nota que este mole de olla está a punto de servirse para la fiesta.
—No inventes —niego riéndome—. Mejor ayúdame a pensar dónde puede estar y luego platicamos de tus visiones, ándale.
—Ya te dije, vayamos al bar —responde, masajeándose las sienes—. Mi mente brillante asegura que lo encontraremos ahí.
—Según los señores de aquí atrás —interviene mi cuñado, señalándolos con disimulo—, dio su discurso de agradecimiento, abrió una botella de vino y, en medio de los aplausos, salió con el teléfono rumbo a los jardines que rodean la piscina.
—¿Todo eso te dijeron?
—Obvio no. Socialicé un poco mientras ustedes iban al baño. Gracias a mi carisma mexicano salió el tema del magnífico Fabio Girardi y su amor por los vinos —bebe de su champagne frío—. ¿Sabían que tiene un viñedo en Roma?
—¿Cómo dijiste?
—Tal como lo escuchaste, cuñada. Tu futuro esposo es dueño de un viñedo impresionante en Monteverde, a las afueras de Roma. Bueno, eso deberías haberlo notado por las fotos de su Instagram.
—Sí, pero… no hemos llegado a hablar de eso.
—¿Todavía? Entonces, ¿qué tanto se escriben por WhatsApp? ¿Te amo, te necesito y esas cursilerías? —indaga Dulce.
—No necesitas saber qué tipo de información intercambiamos, querida hermana —respondo con una sonrisa, agitando mis pestañas—. Además, asumí que el viñedo era de su familia o de sus abuelos, qué sé yo.
—Pues deberías haber investigado, ¿no crees?
—No, porque no soy chismosa ni quiero parecerlo. No pienso convertirme en Teresa, ¡qué horror! —digo recordando a nuestra vecina en Guadalajara, una jarocha de pocas pulgas pero siempre lista para el cotilleo.
—¿Creen que “cerrar un contrato importante” se refería a ese viñedo de lujo?
—Vayamos a buscarlo y se lo preguntas —propone Sebas guiñándome el ojo—. Seguramente atendió una llamada de negocios y ahora está saludando a los invitados.
—O está en el bar. ¡El baaaaaar! —insiste mi hermana.
—También puede ser —admite él—. ¿Vamos a ver?
—Vayamos, pues —dejo mi copa sobre una de las mesas altas.
Nos abrimos paso entre la gente de la “alta”, como le gusta decir a mi hermana, y salimos hacia las preciosas filas de parras, iluminadas con pequeños candeleros que cuelgan de las estacas de madera.
—Qué chulada —susurro, alzando el ruedo de mi vestido para no tropezar—. La abuela Lourdes estaría encantada con este lugar.
Desde que llegamos, no dejo de maravillarme con los caminitos de ladrillos blancos. Bajo la luz de la luna, parecen brillar como si estuvieran cubiertos de diamantina. Y las estrellas… ¡híjole! Están tan claritas que parecen pintadas. El viñedo se encuentra rodeado del famoso Valle Calchaquí… ¿o era Cachaquí? Bueno, como sea. Lo que sí sé es que La Roseña es uno de los más impresionantes de la región. Incluso dicen que las mejores vistas están en las suites privadas, pero esas son puro lujo para los riquillos. Una lástima, ¿verdad? Ni hablar de la arquitectura colonial española; te hace sentir que viajaste en el tiempo.
—De lo que se está perdiendo la abuela Lourdes —coincide Dulce, agarrándose del brazo de Sebas con aire soñador.