Quiana “secretos, pasión y vino”

14 LUZ EN LA OSCURIDAD

11:56 PM

Suite Torrontés

Rubén Turienzo, en su libro Las cuatro miradas del poder, describe con detalle la influencia comunicativa que poseen los ojos al relacionarse con alguien. En el capítulo dos (uno de mis favoritos), los compara con dos faros gigantes que te guían hacia el puerto que la otra persona desea que alcances. De las cuatro miradas que analiza, hay una en particular que no dejo de recordar: la mirada de caramelo.

Turienzo la define como “el sello conclusivo en una conversación”, esa que fija los mensajes, te roba la atención y provoca un recuerdo inolvidable. Es una chispa mágica que te atrapa y te hace querer permanecer cerca de quien la posee.

Y sin duda, Fabrizio tiene esa mirada de caramelo. No lo digo solo porque sea un caramelito—porque, vaya, lo es—, sino porque tiene ese algo que magnetiza. Su expresión, su lenguaje corporal, ese gancho en su forma de comunicar… Es como si en cada mirada me dijera: «¡Oye, grábate esto, porque este momento es único!»

—Eres… lo que más quiero en este mundo, eso eres… Mi pensamiento más profundo, también eres… —canto bajito mientras coloco el plato de consomé caliente sobre la bandeja plateada—. Tan solo dime lo que hago, aquí me tienes…

Jesús, María y José… ¿ahora estoy cantando las de Café Tacuba? La última vez que intenté entonar una de las melodías del Cantalagua Albarrán fue en el karaoke ProtaGónico de Guadalajara hace cinco años. Y, francamente, eso solo sucedió porque era el cumpleaños de mi prima Lupita: la más fresa y consentida de todas las Varela.

—¿Qué me está pasando? —susurro, mirando por la ventana redonda del lavabo—. Decía que me estaba medio enamorando, pero creo que este sentimiento ya pasó del medio… y dos pueblitos más. No juegues—abro los ojos con sorpresa—. Ay, no juegueees.

Esto es grave. Muy grave. Parezco una adolescente en plena secundaria: la típica niña enamorada del más guapo del barrio o una protagonista de esas novelas del canal de las estrellas. Solo me falta rayar corazoncitos en una libreta o escribir papelitos con confesiones de amor para el italiano que, en este preciso momento, me espera recostado en la cama. Aún tiene el cabello húmedo por la ducha que acaba de darse, y yo aquí, al borde de un colapso emocional.

—¿Quiana? ¿Va todo bien? —escucho su voz grave, mezclada con un dejo de diversión—. ¿Hablando sola de nuevo, piccola (pequeña)?

—Eh, no. Solo revisaba que todo estuviera listo en la bandeja —lanzo una tosecita nerviosa—. ¡Ah! Mira, aquí estaba la servilleta de tela que tanto buscaba —agrego, abriendo un cajón de cubiertos para disimular mi evidente distracción—. Ya voy.

Con la mesita de madera en manos, me encomiendo a varios santitos y rodeo la encimera apresurando mis pasos hacia la puerta de su habitación.

—Muy bien, caballero —anuncio dejando la bandeja sobre la cajonera café con espejitos dorados—, su cena ha llegado. No es mucho, pero al menos debería aliviar los malestares que le quedaron de… —me giro y las palabras se me quedan atrapadas—. Bendito.

—¿Pasa algo, ragazza? —pregunta mientras toma dos almohadas para acomodarlas tras su espalda. Alza la vista con una sonrisa simple, pero super encantadora.

—¿Quieres la verdad?

—Siempre —responde bajando el volumen de la televisión—. Los años y ciertas experiencias recientes me dejaron muy claro que decir la verità a tiempo ahorra problemas a futuro. Es una norma tan simple, pero pocos la practican.

—Sí… De hecho, me recordaste una frase. Hmm… «El lenguaje de la verdad debe ser, sin duda alguna, simple y sin artificios» —entrecierro los ojos, tratando de recordar dónde lo leí—. Lo dijo Séneca, un filósofo…

—Romano —sonríe—. Lo conozco.

—Obvio que sí, chico romano y culto —chasqueo la lengua—. En cambio, yo… creo haberlo leído en el sobrecito de azúcar del hotel. ¿O habrá sido en la revista Selecciones? Hmm, en fin. Lo que quería decirte es que me encanta cómo te queda el color gris —digo, observando su playera lisa de dormir—. Resalta mucho tu piel. Buena elección.

—Grazie mille, bellissima (guapa) —responde, quitando el edredón y haciendo un ademán de levantarse—. Déjame ayudarte con la mesa.

—No, quédate sentado —me giro para tomar la bandeja de la mesita, cuidando de no derramar el consomé—. ¿No sientes otro malestar, verdad?

—Solo un poco de dolor de cabeza.

—Es normal —comento, dejando el plato sobre el buró y tomando el paño frío de la bandeja plateada—. Te pondré algo fresco para aliviar las molestias, ¿vale?

—Muy bien.

Sacudo el trapito y me siento en el borde de la cama. Con cuidado, lo coloco sobre su frente. Su mirada se suaviza al tiempo que pequeños ruidos de alivio acompañan su respiración.

—Muchas gracias —murmura, entreabriendo los ojos—. Apenas me conoces y me cuidas como…

—Shhh, deja de agradecer —lo interrumpo, pasando mi pulgar por su ceja derecha para limpiar unas gotas de agua que cuelgan allí—. Lo hago con gusto.

Sus ojos café verdosos son… fascinantes. Sutiles, convincentes. A través de ellos veo tantas cosas: amor, confusión, tranquilidad, miedo, historias no contadas y preguntas que no se ha atrevido a hacerme. Uf… Y pensar que creía que no existía otra mirada como la de Ferrer. Como cuando me espiaba tras sus lentes negros y tomaba su café de olla por las noches en la cocina de la casa. Me hacía sentir la mujer más bonita de la ciudad… aunque ese efecto solo durara unos segundos.




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