1:30 a.m.
Habrán pasado unas dos horas desde que Fabrizio me llenó de besos y logró por fin conciliar el sueño sobre mi pecho. No me he movido de su lado, y tampoco quiero hacerlo. ¿Qué tan afortunada puedo ser de tener a este perfecto retrato de un Ken italiano abrazándome como si su vida dependiera de ello?
—Quiqui —susurra Dulce desde la puerta—, Sebas ya llegó. ¿Vienes?
Levanto con cuidado la cabeza de Fabrizio y la dejo sobre la almohada. Su rostro transmite paz, tanta, que no puedo evitar sonreír.
—Sí, ya voy —le contesto, acercándome a besar la mejilla de mi italiano—. Descansa, guapo.
Me estiro, permitiendo que los bostezos escapen, y camino hacia el comedor sin hacer ruido.
—Cuñadita —saluda mi cuñado desde el sofá, con su actitud relajada de siempre.
—Sebas —me siento en una de las sillas junto a la mesa—. ¿Lograste resolver lo de la fiesta?
—Todo arreglado —responde tomando una botella de agua—. Hablé con el encargado y le expliqué lo que me pediste.
—¿Qué le dijiste exactamente?
—Que el señor Girardi tuvo un malestar inesperado, pero que su doctora particular ya estaba atendiéndolo.
—¿Y qué pasará con la fiesta?
—En media hora todos estarán fuera. Como cortesía, recibirán una canasta con fiambres, vino y quesos artesanales.
—¿Fiambres? —pregunta Dulce desde la cocina—. ¿Eso será un dulce típico?
—No creo —respondo, intentando descifrarlo.
—Entonces, ¿nos quedamos aquí o volvemos al hotel? —indaga Sebas, apoyándose en el respaldo del sofá.
—No puedo dejarlo solo. Necesito asegurarme de que mañana esté bien —muerdo mi labio, buscando opciones—. No tengo ropa para cambiarme. ¿Creen que se moleste si uso algo suyo?
—¿Molestarse? ¿Después de haberle salvado la vida? Ese hombre podrías darte su guardarropa completo —comenta mi hermana con una risa ligera.
—Podría ir al hotel y traer algo de ropa —sugiere Sebas, tomando las llaves que dejó sobre la mesa—. Así pasamos la noche aquí. ¿Qué les parece?
—Buena idea —asiento—. Llama al recepcionista y pregúntale si pueden enviarte un coche. Sé que tiene un costo, pero no importa. Yo te lo pago.
—Perfecto —responde, poniéndose de pie—. Dame unos minutos, ya regreso.
—Con cuidado, mi amor —dice Dulce, caminando con él hacia la puerta.
Libero un suspiro profundo y camino hacia la sala para recostarme en el sillón.
—¿Ya se fue? —pregunto apenas escucho el clic de la puerta.
—Sí —responde Dul en un susurro, asomándose a la habitación donde descansa Fabrizio—. Tú y yo sabemos que no había necesidad de quedarse. Mañana estará como nuevo.
—Lo sé —miro al techo con las manos cruzadas sobre el pecho—, pero quería ser la primera en darle los buenos días.
—Yo habría hecho lo mismo. Es un dios, guapísimo por donde lo mires.
—Oye, contrólate.
—No dije nada que no fuera la puritita verdad —sonríe con picardía—. Está abrazando el edredón blanco. ¿Pensará que eres tú?
—Tal vez —digo con una sonrisa torcida—. Ya deja de mirarlo, no es figura de colección.
—¿Celosa, mi Quiqui? —enarca una ceja—. Te estás enamorando de él, ¿verdad? Lo sabía —entorna la puerta y camina hacia la alfombra, sentándose con un movimiento relajado—. Es un hombre muy atractivo, encantador con las palabras y absurdamente rico, pero…
—¿Pero?
—Viste algo en él que nadie más notó. Ninguna de esas mujeres que revoloteaban alrededor suyo se dio la tarea de mirar más allá.
—No sé cómo explicarlo, Dul —mi sonrisa se ensancha sin querer—. Saber que me quiere en su vida es algo tan bonito. Desde el momento en que lo vi, me cautivó su sonrisa y esos ojos llenos de intriga. Recuerdo nuestro primer encuentro en el aeropuerto como si fuera ayer —cierro los ojos al evocarlo—. Ambos cometimos el error de enamorarnos de las personas equivocadas, y… Supongo que nuestros corazones solo se entendieron desde que hablamos en Puerto Madero —hago una pausa, abrazo mis piernas y bajo la mirada—. Nunca tuve temor de nada, excepto de quedarme sola. Pero ahora, cuando pienso en esto… en él, tengo miedo. Miedo de enamorarme por completo y que no sienta lo mismo. Miedo de que regrese a Roma y se olvide de todo lo que vivimos. No quiero ser un amor de verano. No podría soportarlo.
—Escucha, Quiqui —se acerca para abrazarme por los hombros—. Nadie que haya conocido a Quiana Rebecca Varela podría olvidarla tan fácil. Eres única. Intrépida, llena de vida, y tienes un corazón enorme. Das sin esperar nada a cambio, y créeme, eso no se olvida.
—¿Tú crees?
—¿Quién más, en su sano juicio, viajaría dieciocho horas en tren, salvaría a un hombre de una vieja rica y lo cuidaría con tanto amor?
Hago un puchero y la miro de reojo. —Si lo dices así… tal vez tengas razón.
—Déjate querer, Quiqui. Y recuerda, como siempre dices…
—Que pase lo que tenga que pasar —susurro, recostándome en su hombro—. Sí.
«Diosito, soy yo otra vez. Por favor, apiádate de esta alma enamorada y de mi corazón tapatío. Que pase lo que tenga que pasar, menos que se vaya de mi vida» rezo con toda la fe que tengo.