Quiana “secretos, pasión y vino”

18 CONFESIONES Y CAUTELAS

Camina por la cocina como si fuera un chef preparando algo para un crítico famoso. Lleva quince minutos ignorándome y media hora con la misma expresión de molestia desde que pregunté por la cadenita. ¿Por qué siempre tienes que regarla, Quiqui? ¿Por qué no te quedas callada y te ahorras tus dudas y comentarios? Fácil, porque no sería yo y la vida sería un aburrimiento.

He aprendido que todos tenemos una historia para contar. Algunos momentos nos cambian, nos convierten en personas diferentes, con experiencias únicas. Otras veces, nos marcan como lo haría un buen desamor. Me intriga cómo un objeto puede guardar recuerdos y sentimientos. Basta con un toque, una mirada a una joya o a un objeto preciado para que el pasado reviva. ¿La cruz de Fabrizio será una pieza legendaria? Digo, debe tener una historia importante para que nunca se la quite. ¿Será acaso lo que mi mente sigue procesando? Hmm, la italianita tiene mucho que ver en esto. Apostaría lo que sea a que sí.

—Fab…

—¿Dos minutos bastan para calentar los cornetti? —me interrumpe, dándome la espalda.

—¿Cornetti? —frunzo el ceño—. Ah, hablas de los cuernitos. Dales cuatro minutos a ciento ochenta grados en el mini horno.

—Grazie —se desliza sobre la barra, coloca los panecillos en la charola de aluminio y cierra la puerta—. Centottanta gradi. Perfetto —gira el botón negro—. No tomes ese café, prepararé otro para ti.

—Uh, qué caray —susurro, dejando la taza en el plato—. No solo está molesto, también me salió adivino.

Bueno, ¿pos’ qué tanto dije o hice? Por lo visto, he tocado un tema bastante delicado. Vaya suerte la mía, he despertado su lado oscuro.

—¿Chocolate para tu café?

—Sí, por favor —hago un puchero al notar que no levanta la vista para hablarme.

Su voz es tajante, distante y fría como los Alpes suizos. Desde que pregunté, su humor desapareció como algodón de feria. Ahora sé que la cruz tiene una historia dolorosa. Si no, ¿por qué se molestaría tanto?

—¿Será que…? —mordisqueo mi labio.

«¿Tú qué crees? Es obvio que se trata de ella… ¡de la Venturelli!» grita mi mente metiche, lanzando destellos como bengalas.

—¿Dijiste algo? —cuestiona, mirándome por encima del hombro.

—No, solo… me preguntaba si podrías prestarme tu teléfono —respondo, improvisando—. El silencio me está taladrando los oídos y necesito escuchar algo de música.

—Claro —abre la llave del agua—. Tendrás que sacarlo de mi bolsillo.

—Genial, ahora tendré que meter la mano en tu bolsillo —susurro, bajándome de la periquera para dar la vuelta—. ¿Lado izquierdo o derecho? —pregunto, detrás de él.

—Derecho —dice, echándole detergente a la esponja—. Mi contraseña es veinte, cero, ocho, veinte, dieciocho.

Me ha dado su contraseña, lo cual es raro, muy raro, pero, de alguna manera, me gusta. Tomo su iPhone con cuidado, bloqueando cualquier pensamiento al sentir la fragancia de su camisa, que se queda impregnada en el aire.

—Veinte… cero, ocho… veinte, dieci… ocho —tecleo, logrando acceder—. Listo. Oh, qué bonito fondo de pantalla —sonrío, mirando la fuente iluminada con pequeños foquitos amarillos—. ¿Es en Roma?

—Así es. Se llama La fontana della Barcaccia.

—Qué cosa más linda —suspiro—. Me parece haberla visto en alguna película —entrecierro los ojos, tratando de recordar—. Ehm, salía Audrey Hepburn.

—¿Vacaciones en Roma, tal vez? —sonríe, suavizando un poco el ambiente.

—¡Sí! ¡Esa! —exclamo, observando de nuevo la foto y las enormes escaleras que adornan el fondo—. Lo que daría por conocerla en persona.

—¿Te gusta?

—Muchísimo —asiento—. Supongo que ya la has visitado, ¿verdad?

—Solía mirarla todos los días —enjuaga sus manos—. Mi pent-house está justo frente a ella.

—Qué suerte la tuya —sonrío, tocando la pantalla—. ¿Sabes su historia?

—Per iniziare (Para empezar), Barcaccia se traduce como buque mercante o de servicio en español —toma unas toallas de papel para secarse—. La fuente fue construida como monumento a la gran inundación del río Tíber en la Navidad de 1598. Dicen que Roma se inundó por completo y que la única forma de moverse era en barcas.

—¿Nunca pensaste en ser maestro de historia? —digo, completamente cautivada—. Tienes una forma de explicar las cosas que casi puedo imaginarme la ciudad inundada, rodeada de pequeñas barcas, como en Venecia.

Su rostro se ilumina a penas sonríe. ¿Soy la única que lo encuentra re chulo, imponente y hechizante, y no solo por su físico? Ay, no puede ser. Mi cerebro está endiosándolo otra vez, ¿verdad?

—Repito lo que alguna vez dije —pasa su brazo por la mesada, casi tocando el mío—. He recibido tutta clase de halagos, pero los tuyos son los más sinceros y originales que he escuchado —clava sus ojos verdes en los míos y me regala una sonrisa—. ¿Me das las tazzinas di caffé que están detrás de ti?

—¿Las qué?

—Las tazas de café, ragazza.

—Ah, sí, lo siento —carraspeo, y saco dos de la pequeña pila—. Ehm, entonces… ¿dices que toda Roma se inundó?

—Así lo cuenta la historia —coloca las tazas en la máquina—. Cuando el agua comenzó a bajar, se dieron cuenta de que una barca había quedado en medio de la plaza. De ahí nació la inspiración y, por orden del papa Urbano VII, Pietro Bernini le dio forma a la obra.

—Dices que está en una plaza, ¿no? ¿Cómo se llama?




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