12:30 pm
—Dulce, ¿crees que le gusto?
—¿De veras me lo preguntas?
—Pos…
—¡¿Cómo no le vas a gustar si ya hasta besos te da?! —exclama mi hermana por teléfono, dejándome casi sorda.
—No hace falta que grites, puedo entenderte muy bien con tu voz normal.
—Es que, a ver, ¿cómo te explico? Llevas una semana conociéndolo y aún dudas de lo que siente por ti —chasquea la lengua—. A ese cuero lo conquistaste desde el aeropuerto.
—A veces es confuso, ¿sabes? Lo entiendo —digo caminando entre las parras cargadas de uvas—. No tiene mucho que salió de lo que sea que tuvo con esa mujer, y no espero que me ame ni se case conmigo. Yo también acabo de terminar con Astor.
—Esa relación estaba rota desde hacía meses —puedo casi escucharla rodar los ojos—. Te quedaste con Ferrer por mamá y por miedo a terminar sola, tú misma lo dijiste.
—Sí, siete meses rotos, para ser exacta. Dos años de desilusiones y malos tratos fueron lo que me gané por andar con el síndrome de Wendy —hago una mueca.
—¿Te das cuenta de cuánta gente cae en ese síndrome silencioso? Es un círculo vicioso que no se rompe a menos que alguien te abra los ojos o algo pase que te saque de la ilusión.
—«Vivir para los demás, excepto para uno mismo» —recito lo que leí en El País, el periódico virtual que Sebas suele consultar—. En fin, volvamos a lo de Fabrizio.
—Tema del momento. Mira, podrá ser un divino melocotón y súper inteligente para los negocios, pero es hombre. Créeme que en eso del amor no son muy listos.
—Irala, Dulce, no te pases de chiflada —escucho a mi cuñado regañándola por el altavoz—. Estoy aquí. ¿Acaso no me ves?
—Es la verdad, Sebastián. A ver, ¿cuánto te tardaste en darte cuenta de que no solo te echaba los perros sino toda la perrera completa? ¿Eh? ¿Eh? —empieza a reír— ¡Dos meses!
Recuerdo la madrugada en que conocí a Sebas. Llegó al piso de maternidad con una mujer embarazada que gritaba y arañaba todo lo que encontraba a su paso, incluso a mí. Tenía un genio de mil demonios, y no se le podía ni mirar. Hacía caso a las indicaciones suaves de mi cuñado y a las reprimendas de Dulce, que la regañaba cada vez que tiraba el gancho del suero. Después de la odisea del parto y de una preciosa niña recién nacida, me enteré de que esa mujer era su prima Melissa, quien había llegado de Colima para visitarlo. Entre las espátulas de Thierry, la ventosa obstétrica, las mantas azules y todo tipo de fluidos de parto que prefiero no detallar, fue allí donde esos dos se vieron por primera vez. Sí, una forma peculiar de conocerse. Pero la vida tiene maneras curiosas de sorprendernos. A las semanas, comenzaron a salir. Mi hermana aceptaba todas sus invitaciones, le compraba detalles o le robaba besos en el parque.
Sin embargo, a pesar de eso y de las largas cartas que le escribía por WhatsApp, Sebas seguía sin percatarse de los sentimientos de mi hermana hacia él. «¡Al diablo con el tiempo, las amistades y hasta las reglas de mamá! Vente para acá», le dijo un día, arrastrándolo para besarlo en medio del caos de los incendios del viernes de Dolores y el altar dedicado a la Virgen, que el padrecito Román había adornado en el Museo Regional de mi querida Guadalajara. Ah, lo olvidaba. Mamá presenció la escena, furiosa y avergonzada, porque según ella, sus amigos de la alta sociedad se escandalizaron al ver que su hija menor se besaba con un simple muchacho de clase inferior. «Gente ridícula» fue el único comentario que lancé en ese momento, mientras les tomaba una foto.
—En fin, como te decía —escucho la voz de mi hermana de nuevo—, es hombre, y a los hombres hay que hablarles claro. No entienden las indirectas.
—No se trata de si es hombre o mujer —pateo una piedrita—, tendría que ser cuestión de decisión, de saber lo que uno quiere en la vida, con quién estar, a quién amar. ¿Me estoy equivocando?
—¿Has indagado en su pasado? Tal vez ahí encuentres la respuesta.
—No sé nada de su familia, si a eso te refieres. Pero tengo algo claro: esa tal Clara le hizo el daño suficiente como para que no quiera abrir su corazón. No quiero culparla de todo, pero ya sabes cómo son algunas mujeres, manipuladoras.
—Ni que lo digas, hermana. ¿Te acuerdas del primo Jorge?
—Bendito, ¿cómo olvidarlo? —agrando los ojos—. Su prometida le vació la cuenta bancaria con sus caprichos, lo engañó con medio sector de Puerta de Hierro y encima le quitó el departamento que se suponía iban a compartir.
—¡Y te olvidas del gimnasio! —dice, trayendo toda la historia a mi memoria—. El muy tonto lo puso a nombre de ella, y cuando se separaron, ella se quedó con todo, incluyendo al amante.
—Que Dios me perdone, pero qué suerte de perro —suspiro.
—Ni que lo digas. Lleva cinco años encerrado en una burbuja impenetrable, sin querer salir, a pesar de la insistencia de Catalina, la hija del señor de la inmobiliaria Zurita.
—Esa muchacha sí que es buena. Sigue esperando una oportunidad y procurándolo en todo.
—Sí, solo esperemos que no se haga viejita por tenerle tanto la vela —dice, haciéndome reír—. Y bien, ¿dónde anda tu futuro novio?
—Dios te oiga —musito—. Fabrizio sigue en la suite. Recibió una llamada desde Roma, parece que era urgente.
—No será esa tipeja, ¿verdad?
—No, es un tal Esteban. Creo que necesitaba hablarle sobre unos vinos —me giro para observarlo—. Está sentado en una banca afuera de la suite. Se ve demasiado guapo con el sol pegándole en la cara mientras escribe en su cuaderno negro.