Lunes 27 de Agosto del 2018
Wine Lodge, Mendoza
6:45pm
—Al fin. La vida me devuelve la sonrisa genuina que había dejado en el olvido—susurro dando un leve suspiro de confort—. Mira nomás que chula eres, cordillera de los Andes. Sabía que mi italiano no me defraudaría. Este espectáculo natural es insólito.
Después de mi plática con Fabrizio, decidí aceptar su oferta una vez más. Si, la de viajar junto a él a cambio de las divinas fotos que le tomé en la cocina de la suite Torrontés y que, a propósito, dejaron fascinada a mi hermana. Quien iba a pensar que a mis casi treinta años me encontraría acurrucada en la terraza del gran Wine Lodge bajo una suave cobija gris de punto y media copa servida del mejor vino Bonarda mendocino. Dicen que esta finca de veintidós hectáreas es la numero uno en resort y la más buscada por los aventureros deseosos por escapar de la jungla de cemento llamada ¨ciudad¨.
—Si tan solo el abuelo Juan Manuel supiera donde me encuentro, me dejaría de hablar hasta la próxima navidad—sonrío recordando nuestra última plática junto a sus barriles de vinos españoles.
Mendoza es reconocida por ser el centro vitivinícola más importante de Argentina y el mundo, pero jamás había tenido la oportunidad de visitarlo hasta este momento. La verdad, solo los viajeros culturales podrían pagar semejante cifra para estar en este paraíso escondido, aunque si lo pienso bien, no me arrepentiría de gastar mis ahorros por unos buenos días de descanso. Hablando de eso, el corazón se me viene agüitando desde anoche. Mis vacaciones están llegando poco a poco a su fin y la pesada realidad me ataca la cabeza con pensamientos para nada agradables. ¿De veras quiero regresar a la hacienda? Que Dios me perdone y mi adorada Guadalajara también, pero ¿cómo haré para no verle la cara a Ferrer si mamá lo tiene metido en casa casi todos los santos días y media ciudad lo conoce por su empresa? Bendito, mi familia me acribillará con indirectas bien directas y estoy segura de que me forzarán a que retome el compromiso; cosa que, por supuesto me niego a aceptar, pero me dará buenos dolores de cabeza.
—Que me desherede, no me importa—peino mi cabello bien alaciado—. Ay, santo niño de los milagros, ya no sé si quiero regresar a mi antigua vida. Ojalá pudiera quedarme aquí—me levanto del sillón y prendo el teléfono para enviarle un audio a Dul—. Mis adorados guajolotitos, hace dos horas que salieron rumbo a la basílica de la virgen de Luján. ¿Cómo les está yendo? No se olviden que cenaremos con Fabrizio apenas regrese de su junta—suelto el botón de voz y me estiro poco a poco.
Me acerco al barandal para observar cómo prenden las enormes antorchas cuadradas que iluminan la senda blanca en medio de los árboles. El fuego y el suave viento fresco me recuerdan las escapadas a los campos de cempasúchil junto a la abuela Lourdes. Ella no era de festejar el famoso día de muertos, sin embargo, amaba el color naranja de las flores que tapizaban los terrenos familiares en Tlajomulco, ciudad que queda a solo media hora de casa.
El año pasado, planeé mi última salida con ella. Antes de que el Alzheimer me ganara y se robara parte de sus recuerdos, me la llevé una vez más para pasar un bonito fin de semana juntas.
«—El color naranja aporta ese sentimiento de independencia y confianza en uno mismo, mijita. Es el color de la creatividad, de la alegría—coloca una pequeña flor sobre mi oreja—. Es el color de lo dulce, así como tú.
—Gracias, abue—sonrío acomodándole el rebozo de colores sobre su espalda algo encorvada por los años—. A veces me pregunto por qué mamá no sacó tu espíritu.
—No sé, mijita, no sé—continúa caminando despacio—. Tu madre nunca se conformó con pequeñeces, por esa razón no quiso casarse con ningún chamaco del pueblo cuando tuvo la ocasión. Decía que no le llegaban a la altura—niega con la cabeza—. Para el colmo odiaba las tradiciones y a veces sus respuestas altaneras herían rete arto el corazón de tu abuelo; él, que lleva las manos curtidas de tanto arar la tierra para que ella y sus hermanos tuvieran la mejor educación.
—Espero que mi abue Juan Manuel haya sabido perdonarla.
—Lo hizo, créeme que sí.
—Quizás mamá no ame sus raíces, pero ¿te digo algo? Yo las llevo en la sangre y bien adentrito de mi corazón, así como a ti, amámi Lourdes—la abrazo con lágrimas en los ojos por su sollozo bajito—. ¿Sabes qué más dicen del naranja?
—¿Qué, mi niña?
—Que es fácil verlo en la oscuridad—alzo la vista hacia las montañas—. Algún día brillaré con esa misma intensidad. Te lo prometo.
—Brillarás más que las xuráves (estrellas) en el cielo, mi flor. Ya lo verás».
Esa noche fue la más agridulce de mi vida. Apenas terminamos de conversar comprendí de inmediato que, si su mente se iba, si sus recuerdos se borraban, Dulce y yo estaríamos completamente solas. Mi abue era quien nos entendía, nos sanaba el corazón con sus anécdotas, rezaba por nosotras cada noche y sabía muy bien lo que nos hacía feliz. Pero ¿ahora? Bueno, ahora solo las buenas memorias existen. ¿Y mi amámi Lourdes? Sigue presente, pero ya no sabe quiénes somos.
—Te abrazo con el alma, amámi—musito tratando de desatar el gigantesco nudo en mi garganta.
—Disculpe, señora. Su teléfono ha vuelto a sonar—dice una joven voz varonil a mis espaldas.
—Oh, muchas gracias—me giro para tomar el teléfono—. Ni siquiera escuché cuando subiste.