Ruta 89, provincia de Mendoza
1.5 km hacia el Valle de Uco
10:13 pm
Llevo veinticinco llamadas perdidas y diez mensajes de texto que no sé cómo clasificar desde que me subí al auto. Mi madre está hecha una furia, un monstruo. Y sí, lo admito, cuando se pone así me da miedo, porque sé muy bien lo que es capaz de hacer cuando se le desafía hasta colmarle la paciencia, que, por cierto, es mínima. Bendito sea, María Félix se queda corta al lado de Doña Varela.
—¿Acaso escoger mi libertad y vivir mi vida ahora se ha vuelto una guerra? —murmuro, deslizando el dedo por la pantalla para leer sus mensajes.
9:57 pm: «¿Cómo te atreves a colgarme de esa forma, Quiana? ¡Contesta el condenado teléfono!»
9:59 pm: «Nunca hubiera pensado que mi hija se convertiría en una majadera y mafufa. He criado un cuervo.»
10:03 pm: «Llevo veinte llamadas y ninguna respuesta tuya. ¿Tan poco te importa la salud de tu padre y tu prometido? Después de esto puedes considerarte desheredada, aunque regreses a la hacienda arrastrándote, ¿entiendes?»
10:10 pm: «Eres una canija. ¡Contesta YA!»
Leo cada uno de sus mensajes y no sé cuál es peor, si la parte donde me deshereda o donde pone la delicada salud de papá como excusa para tratar de doblegar mi voluntad. A veces pienso que papá no se recupera debido a ella y lo hiriente que puede ser la mayoría de las veces. Sin embargo, él también carga con cosas que aún no suelta y la culpa lo consume constantemente. Si tan solo declinara la idea de casarme a la fuerza con Ferrer, todo sería diferente.
—San Jacinto, ayúdame.
«¿De verdad vas a dar la vuelta y regresar al castillo encantado, donde el ogro malvado te espera para devorarte?» Me habla mi mente, implacable. «Regresar sería renunciar a todo: a tus sueños, a tu libertad. ¡Quiana, tu libertad!» Mi conciencia me insiste, tratando de aclarar las ideas que están nubladas.
—¿Malas noticias?
—¿Qué? —reacciono, sobresaltada por el sonido de su voz que rompe el silencio.
—La tua mamma —dice, mirando el teléfono—. ¿Te escribió?
—Eh, sí —respondo, sonriendo para aligerar el momento—. Mi mamá es algo especial, ¿sabes? No es el tipo de mujer con la que puedas hablar de forma civilizada —suspiro—. Todos en la familia saben que, dentro de la hacienda, es una persona y en sus reuniones privadas, otra.
—Capisco (Entiendo) —responde, apretando el volante—. ¿Cómo se llama?
—Rebecca Concepción Varela.
—¿Nunca tuviste ningún momento agradable con ella?
—No quiero sonar como una mártir de película, pero si soy sincera, nunca tuvimos ese “clic” de madre e hija del que muchos hablan —sonrío de forma amarga—. Hace un par de meses compartimos un café y algunas carcajadas, gracias a una compra que hizo por internet.
—¿Compra? —prende el estéreo.
—Sí —apago el teléfono y lo guardo en el bolsillo de mi chamarra—. Sus amigas del club de golf presumían de haber comprado, a través de una tienda lujosa en Japón, una “regadera inteligente” —me río, recordando cómo volvió loco a papá durante dos días con el tema del dinero—. Se suponía que tenía ocho rociadores para el cuerpo, caída de lluvia y la más alta tecnología para conectarse a tu teléfono y programar la música que deberías escuchar mientras te bañas. Pero, ya sabes, esas cosas son una vil mentira, una forma de sacar dinero sin piedad.
—Hmm, ¿no se tratará del famoso EVA?
—¡Lo conoces! —exclamo, sorprendida—. Se ve que fue un boom también por Europa.
—Resultó ser un fraude de la empresa Okinoto —sonríe, sin dejar de conducir—. Me tocó investigar el caso cuando llegó a Roma hace un par de meses. La “doccia” EVA no era más que un karaoke asiático, valuado en dos mil ciento dieciocho euros.
—Cuarenta mil pesos mexicanos —asiento, dándole la razón—. Pero bueno, al menos la regadera nos dio algo de diversión… reproducía Gangnam Style en versión japonesa.
Comienza a reírse de una manera tan contagiosa, tan infantil, que me derrite.
—Me encanta cómo te ríes.
—Muchos dicen que tengo la misma risa que papá.
—¿Y qué hay de tu mamá? Apuesto a que te pareces mucho a ella —sonrío—. Dicen que los varones suelen parecerse mucho a la madre.
—Mi madre no era una mujer fácil —encoge los hombros, apretando la mandíbula—. Nunca me quiso —responde, subiendo una barrera en su voz que me toma por sorpresa.
—Ájalas —hago una mueca de dolor—. ¿Te gustaría hablar de eso?
—No es el lugar para hablar del pasado —me mira de reojo y busca mi mano para aferrarse a ella—. Pero prometo que lo haremos pronto.
—Bien —reclino el asiento de cuero y estiro las piernas para disfrutar de la calefacción—. ¿Por qué no abro el paquete que traje y me cuentas, por ejemplo… —busco las palomitas en mi bolsa—Cuál es tu canción favorita. ¿Te parece?
—Suena bien —suelta mi mano para hacer los cambios de velocidad—, pero no tengo una canción preferita.
—Los duendes de la música descienden sobre la ciudad. Noventa y cinco, punto tres… Hits, siempre hits —dice la radio, pasando a una suave melodía de Coldplay.
—No puedes decirme que no tienes una canción especial —digo tirándole una palomita de caramelo en la cara—. Vamos, chulo, todos tenemos una, o dos, o tres… o una lista de diez en Spotify.