Viernes 31 de agosto de 2018
10:05 a.m.
Llevo diez minutos sentada en las escaleras de mármol y aún no ha notado mi presencia, cosa que agradezco. De lo contrario, no podría admirarlo como quisiera: sin interrupciones, llamadas ni cortes comerciales. Y es que, existen tantísimos hombres en el mundo, pero Fabrizio Alessandro Girardi tiene ese no sé qué, algo imposible de definir pero que atrapa al instante y hace que no quieras dar marcha atrás.
—Es una mañana algo fresca como para andar con el torso descubierto, ¿no lo crees, Girardi? —murmuro para mí misma, apoyando el rostro en mi mano—. Que chulada de hombre, me cae. Hasta los pantalones deportivos le quedan bien.
Lleva alrededor de treinta abdominales y la música a todo volumen con un ritmo bastante pegajoso. Dudo que pueda escuchar mis suspiros desde allá.
—“Será normal esa manera en que me miras, me estás tocando por la esquina el corazón…” —canturreo la melodía que tengo en la cabeza desde que desperté—. “Ayer pensaba que lo nuestro era sin prisa, hoy voy corriendo ochenta millas por tu amor.”
«¿Ochenta millas? ¡Tú vas a cien y en curva, Quiana!» Mi vocecita interior me grita con la misma intensidad con la que Juanes sigue sonando en mi mente. Sí, quizás mi corazón vaya a más de cien kilómetros por este bello italiano, pero ¿qué mujer no se sentiría así con semejantes atenciones?
Sé que aún hay mucho por descubrir entre nosotros, pero existe una conexión especial que quiero seguir explorando, al igual que él.
—Tu sangre coqueta y seductora me encanta —susurro, poniéndome de pie, y camino hacia la sala—, pero sé que hay más… mucho más en ti, en ese corazón que apenas comienza a abrirse para mí.
—Acabo de decírtelo, Esteban. Non capisco come abbiano saputo del mio arrivo (No entiendo cómo se enteraron de mi llegada) —dice, sin dejar de hacer sus perfectas lagartijas—. Llama a Romani y que se presente contigo en el viñedo a las dos. Gasté dos mil euros en un lavoro scadente (trabajo deficiente), y no pienso seguir perdiendo dinero en un incompetente como él —se sienta en el suelo y se quita uno de sus audífonos con evidente fastidio.
Frunzo el ceño. No entiendo ni la mitad de lo que dice, pero por lo visto, algo no lo tiene nada contento. ¿Será un problema con el viñedo?
—Italianos… siempre hablando fuerte —camino de puntitas hasta el comedor—. Santa María, ¿qué es todo esto? —la mesa de madera está repleta de comida. Panes, frutas, embutidos, quesos, café… todo se ve delicioso y tentador—O quiere engordarme como pelota de playa, o espera a alguien más para desayunar —musito con una sonrisa—. No voy a poder comerme todo esto, y dudo que él lo haga con ese torso tan trabajado.
—¿Pronto? (¿Bueno?)
Levanto la mirada al escuchar su voz de nuevo.
—Ah, ragazza del mio cuore, bellezza dei miei occhi (belleza de mis ojos). ¿Cómo está la mujer más hermosa de toda Roma?
—¿La mujer más hermosa de toda Roma? —repito en un murmullo—. ¿Con quién habla?
Me acerco con cautela hasta el muro que divide la sala del comedor y presto atención.
—Sí, sí. Marco me dijo lo mal que te sentías. Espero que los consejos de Quiana te hayan aiutato (ayudado).
Sonrío al instante. «Oh, es Abril».
Retrocedo hasta la cocina con una sensación cálida en el pecho. Me alegra saber que tomó los consejos que le di anoche a su esposo. Marco Pirone me cayó bastante bien. Me inspiró confianza e incluso un poco de ternura, sobre todo por la forma en que prestaba atención a cada recomendación para Abril.
—Qué preciosidad —alzo la vista para apreciar bien la cocina integral—. Seguro esto también es de alabastro… —toco la mesa de la isla—. Muebles de madera, mesada a medida y mucha tecnología de punta en un solo lugar —digo, refiriéndome a la cocina eléctrica—. Ah, y también tiene sillas altas de cuero… —rodeo la mesa y tomo una para sentarme—. Vaya, sí que es cómoda.
—¿Quiana? —escucho la voz de Fabrizio llamándome.
—Aquí, en la cocina —respondo, curioseando las revistas apiladas sobre el especiero de acero inoxidable—. Ay… Ay, San Toribio Romo… —abro los ojos al darme cuenta de la foto principal.
Sostengo la primera revista y, sinceramente, no sé si reír, saltar por todo el penthouse o preocuparme. En primera plana, con gigantescas letras negras, se lee: “Fabio Girardi torna alla Roma. Nuova fidanzata argentina?” En la segunda revista, el titular es: “Buona fortuna, signor Girardi. Ricordando i momenti caldi dell’uomo d’affari. Pagina 24”.
—Ah, aquí estás —entra por la puerta que conecta con el pasillo de la entrada principal, poniéndose su playera blanca—. Buongiorno, bellezza —besa mi cabello húmedo y acaricia mi hombro descubierto—. El naranja te sienta de maravilla. ¿Qué tal descansaste?
—Grazie —digo, aún tratando de digerir lo que acabo de ver—. Dormí bastante bien anoche. No recuerdo a qué hora me acostaste ni cómo lograste dejar todo tan ordenado en la habitación, pero te lo agradezco muchísimo.
—¿Te gusta?
—Me encanta, pero sé que ese no es el cuarto de invitados —me giro para mirarlo al fin—. Es tu habitación.
—¿Cómo lo sabes? —sonríe con picardía.
—Por las toneladas de ropa de marca en el clóset oculto sobre la pared derecha y por el hermoso balcón privado con vista a la calle de Prada y Chanel —tomo las revistas—. ¿Puedes explicarme por qué estamos en la portada de ambas gacetas?