Quiana “secretos, pasión y vino”

41 LA SONRISA DE LO IMPREVISTO

Martes 5 de septiembre de 2018

Penthouse de Fabrizio Girardi

Plaza de España, Roma

9:45 a. m.

Ha pasado un día desde que logré contactar a mi hermana y a mi adorada amámi Lourdes. Verla hablar y sonreír después de tanto tiempo fue un bálsamo para el alma. Creo que tenía razón cuando decía que nuestras súplicas habían llegado más allá de las nubes. Por obra del Creador, tuvimos el milagro de verla lúcida, aunque fuera por unos minutos, y sentir de nuevo su amor y pureza de espíritu.

Dulce me contó que, después de nuestra llamada, la abuela se acostó con una sonrisa serena, con una paz que nadie le había visto en mucho tiempo. Pero al amanecer, la niebla volvió a cubrir su mente, borrando recuerdos, vivencias, y todo lo que somos. Me duele no poder ayudarla, pero al menos nos queda la certeza de haberle dado un momento inolvidable.

—¿Sabes lo que hace don Manuel todas las mañanas? —la voz de mi hermana en el teléfono me devuelve al presente.

—¿Hmm? ¿Qué hace? —me levanto del taburete para revisar la máquina de café.

—Prepara su ropa bien tempranito, desayuna sus frijolitos de olla con tortillas, arroz, cafecito con canela y luego se va a las milpas de Tlajomulco a cosechar —toma un sorbo de su té—. Dice que prefiere trabajar antes que quedarse a ver a la abuela así —suspira—. A veces me cuesta con él, con sus palabras tan duras. Ya bastante tenemos con el Alzheimer…

—Dulce —saco una taza del anaquel—, tienes que entenderlo. La mujer de su vida ya no lo recuerda —la miro con ternura—. No es que sea grosero o frío, solo guarda sus sentimientos, sufre en silencio. Deberías pasar más tiempo con él.

—Supongo que tienes razón —murmura. Su voz tiembla por un segundo—. Ay, Quiqui, ¿qué va a ser de él cuando ella ya no esté?

—No me digas eso, no hoy —niego con la cabeza, sintiendo un nudo en la garganta.

Dios sabe que aún no estoy lista. No me siento capaz de soportar el dolor de verla partir, de no volver a sentir la conexión que solo ella supo despertar en mí. Fue la mujer que me enseñó a creer, la que me hizo entrar en contacto con la tierra, con mis raíces, conmigo misma. ¿Cómo podría despedirme?

—Fabrizio dice que no debo preocuparme, que tiene todo bajo control —abro el cajón de los cubiertos—. Si yo lo decido, puedo traerla a Roma junto al abuelo Juan Manuel.

—Ese italiano es una maravilla. Qué gesto tan bonito de su parte —sonríe—. Pero conociendo a la abuela y lo acostumbrado que está don Manuel a su pueblito, dudo que acepten irse —frunce el ceño—. Por cierto, ¿dónde está?

—Salió temprano a una reunión cerca del Vaticano —me sirvo un poco de huevo revuelto y saco el pan de la tostadora, con cuidado de no quemarme—. Antes de la videollamada de anoche, me propuso matrimonio.

—¡Benditooo! —tose varias veces, tratando de recomponerse—. ¿Te das cuenta de que las flores blancas están tocando a tu puerta? ¡Lo sabía! ¡San Toribio Romo, agárrame que me muero! —vuelve a toser, pero su sonrisa ilumina toda la pantalla—. ¿Y tú qué le dijiste? ¡Dime, dime!

—Que debía conocerlo más antes de dar un paso tan grande —dejo mi café sobre la isla y me siento de nuevo—. Me refutó que, así pasara un mes o diez años, uno jamás deja de conocer a la persona de la que se enamora y que, bueno… un “sí” de mi parte sería un excelente regalo de cumpleaños. En pocas palabras, me dijo que dejáramos de perder el tiempo —río.

—¿Regalo? ¿Cuándo es su cumpleaños?

—Hoy… y no tengo idea de qué hacer —tomo un poco de huevo con el tenedor y alzo los hombros.

—¿Cómo que no sabes qué hacer? —bufa divertida—. A ver, Quiqui, el hombre está enamorado de ti, y tú igual. Quiere hacerte feliz, te protege, cuida a nuestra familia, te hace brillar y, por si fuera poco, te llevó a Roma para que cumplas tu sueño.

—Lo sé, pero… uff, ¿cómo explicarlo? —sacudo la cabeza, confundida—. Llevamos poco tiempo juntos.

—Ah, tu problema no es decirle que sí. Es lo que vayan a pensar los demás.

—Exacto.

—Pues que todos se vayan a la mismísima Basílica de la Asunción de María Santísima —levanta su taza con elegancia—. ¿Quién dijo que el amor tiene tiempos específicos?

—Dulcinea, Dulcinea —canturreo, mordiendo mi tostada.

—Escúchame bien —me señala con sus uñas blancas—. Primero, no tiene nada de malo aceptar una vida como la que está dispuesto a darte. Segundo, jamás quiso casarse hasta que te conoció. Y tercero… —acomoda su cabello— deja de pensar en los demás y sé libre de verdad. Escoge el amor a la italiana y, si por alguna razón no sale como esperabas, aquí estaré, como siempre, con los brazos abiertos. Es mejor arriesgarse que quedarse con la duda. Tú me lo enseñaste.

—Gracias por recordármelo —doblo los ojos, pero asiento, más tranquila—. Además, ya le había dicho que no necesitaba un anillo para convencerme. La sortija es solo la cereza del pastel.

—Ahí lo tienes —arremanga su suéter—. Ya no tienes que romperte la cabeza pensando en qué regalarle. Él te quiere a ti. Punto.

—Tengo las ideas claras, pero cuando está él…

—Se te nubla hasta la vista, lo sé.

—Algo así —el timbre del interfón interrumpe la llamada—. Creo que ya llegó. ¿Te marco cuando despiertes?

—Va que va, hermana. Te amo, no lo olvides —sonríe—. Pásenla bonito y mándame fotos.

—Lo haré —me levanto—. Descansa, yo también te amo —le lanzo un beso y cuelgo. Camino hasta la puerta y aprieto el botón rojo de la pantalla—. ¿No se suponía que llevabas llaves? —susurro antes de atender—. ¿Sí?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.