Quiana “secretos, pasión y vino”

45 EL SILENCIO DE AVA

«¡Que San Macario te arrastre de las trenzas y te ilumine de una vez por todas! ¿Es en serio, Qui? El hombre más codiciado de toda Roma se tomó el tiempo no solo para comprarte un regalo, sino que además te llevará al mar en su cumpleaños… ¡Su cumpleaños! ¿Eso no te dice nada? ¡Piensa! ¡Es obvio que se viene la propuesta!»

Miro la pantalla de mi celular, leyendo el mensaje de Dulce por tercera vez. La veo en mi mente, agitando las manos como loca mientras lo escribe, indignada porque, según ella, estoy siendo más despistada que nunca.

Suspiro, dejando el teléfono sobre la mesa y revuelvo la espuma de mi capuchino con la cucharita. ¿Será cierto? ¿De verdad Fabrizio está planeando pedirme matrimonio?

Sacudo la cabeza, intentando no adelantarme. Puede que Dulce tenga razón, pero también puede que no. ¿Y si solo quiere compartir su cumpleaños conmigo sin ninguna otra intención? No quiero hacerme ilusiones antes de tiempo.

El celular vibra de nuevo. Otro mensaje.

«No te hagas. Conociéndote, de seguro ya te entró el nervio. Te quiero, pero si me sales con que te da cosilla lo que piensen los demás, juro que vuelo a Roma y te doy un zape “acomoda neuronas”. Bien, aquí son las cuatro de la mañana, y mi turno en el hospital está por terminar. Mantenme informada, ¿vale? ¡Ponte trucha!»

Suelto una risa baja y apago la pantalla del teléfono. Dios, cómo adoro a mi chicle menor. Extraño tanto su presencia rondando a mi alrededor.

—Signore e signori, stiamo entrando in Toscana. Prossima fermata, Firenze. Buon viaggio —anuncia la voz suave de una mujer por los parlantes.

Por lo que entendí, estamos entrando en la famosa Toscana. Bendito. ¿De verdad estoy aquí? La única “Toscana” que conozco es Valquirico, un lugar en Tlaxcala que intenta parecerse a esta ciudad encantada, pero que ni de cerca se le compara.

Miro por la ventana y, aunque intento racionalizarlo, el paisaje me deja sin aliento. El tren avanza lento entre las colinas, y yo, dejo que el paisaje me envuelva como si fuera canción de rancho, lenta y profunda, que te cala hasta el corazón. Afuera, los girasoles se alzan en un mar dorado, girando sus rostros al sol. Hay algo en ellos que me recuerda a mi raíz, a mi amami Lourdes y su rebozo de colores, a los campos de maíz que se mecen con el viento en los caminos de mi Jalisco, donde el sol también quema, también besa, también da vida.

—¿Te gusta lo que ves? —susurra en mi oído, dejando un suave beso sobre mi cabello bien planchado.

—¿Sabes lo que dicen en el pueblo de mis abuelos? —sonrío, sujetando su mano sobre mi hombro—«La naturaleza fue creada con un propósito divino, tejida en su perfección como un reflejo de lo que es eterno» —suspiro—. A veces, el ser humano no sabe apreciar lo que tiene a su alrededor.

—¿Y tú? ¿Lo haces? —camina hacia su asiento para mirarme de frente.

—Artísimo, sí —asiento, tomando la taza de capuchino—. ¿Con quién te andas hablando cada media hora?

—Ragazza…

—Desde que salimos de Roma, tu teléfono no ha dejado de sonar —alzo una ceja—. No me gusta que ese aparatito robe tu atención.

Se deja caer en el asiento con un suspiro largo y denso, como si el peso del mundo se le hubiera venido encima. Se frota el rostro con ambas manos, y por la tensión en sus gestos, entiendo que mi comentario no le hizo ninguna gracia.

—Relájate, cariño. Solo era una broma —le digo con una sonrisa a medias, intentando aligerar el ambiente—. No pretendía…

—¿Recuerdas a Victor Hugo? —pregunta de pronto, con la mirada fija en el suelo.

Un escalofrío me recorre los brazos, helándome la piel.

—¿Pasó algo en Guadalajara? —mi voz tiembla—. Ay, bendito. ¿Mi abuela? ¿Dulce?

—Tu abuela se encuentra bien, al igual que tu hermana y Sebastian —responde con rapidez—. Es otra cosa.

—Fabrizio —le tomo la muñeca, obligándolo a mirarme—. Puedo ver la duda en tus ojos. ¿Qué sucede? ¿Victor Hugo es el que te ha estado llamando? ¿Encontró algo?

—La última vez que hablamos de tu mamma y su… relazione con Ferrer, me pediste algo.

—Si —asiento, recordando nuestra platica en el coche—, que si te enterabas de algo, me lo dirías. Hablábamos de… un supuesto affaire.

—Quiana —acaricia mi mano—. Lo que voy a decirte no es sencillo, pero prometí ser claro contigo, protegerte y amarte —se pasa una mano por la nuca, incómodo. Y entonces lo suelta—. Tu madre estuvo con él.

—Perdón, ¿qué… qué acabas de decir? —una risa incrédula se me escapa, de esas que nacen del desconcierto más profundo y se mezcla con las lagrimas a punto de derramarse.

—Tua madre y Astor… tuvieron una aventura hace muchos años.

—Ay, no. No, Fabrizio, no —me llevo las manos a la cara, sintiendo cómo el aire me falta—. Dame un segundo, por favor —me levanto rápido del asiento y comienzo a caminar por el pasillo.

Mi pecho se aprieta, se hunde con el peso de la revelación. Es como si una ola de angustia me aplastara desde adentro. Las lágrimas comienzan a salir sin permiso, pero no son de tristeza, son de furia. Furia pura. «¿Hasta dónde fuiste capaz de llegar, mamá?» Otra risa amarga se escapa de mis labios, mezclada con el nudo en mi garganta. Mi mente no logra comprender lo que acabo de escuchar. No le bastó con el abogado Rojas o el marido de Xóchitl, ¡también se metió con mi ex prometido! ¡No puede ser posible que mis sospechas fueran ciertas, que mi madre haya sido capaz de tanto!




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