Scalinate di Manarola
Manarola, Cinque terre
5:46pm
Hace menos de tres horas, una verdad podrida se abrió frente a mí como un abismo. Y aún no sé qué resulta más enfermizo: si la obsesión de mi madre por Ferrer —tan desquiciada que acabó enredada con él— o el hecho de que, después, me empujara hacia sus brazos como si yo fuera una prolongación de sus propios deseos.
¡Y no fue una sola vez! Lo hizo durante los dos largos años que estuve con él. Lo repitió, una y otra vez, hasta que decidí cortar toda comunicación con ella hace poco.
¿Qué clase de alma se permite perderlo todo por un par de noches clandestinas? Porque eso fue lo que hizo: perdió el poco respeto que Dulce y yo aún le teníamos. Perdió la última chispa de esperanza de que un día pudiera convertirse en la madre que tanto anhelamos. Soñábamos —como niñas ingenuas— que, algún día, se atrevería a pedir perdón. Por sus ausencias, por sus silencios filosos, por habernos hecho sentir menos. Pero no. Prefirió seguir encubriendo a un asesino… uno que sueña con destruirnos.
¿Y papá? ¿Dónde quedó? ¿Qué fue de su voz? Fabrizio no ha dejado de buscarlo, pero las pistas son vagas. Según Victor Hugo, las vecinas comentan que mamá lo metió en el coche y lo llevó al hospital. Pero, oh, sorpresa… volvió sola esa noche. Desde entonces, papá se desvaneció como si el mundo se lo hubiese tragado. Nadie lo ha visto. Nadie sabe de él.
Por San Cristóbal de las Casas, donde sea que esté, ojalá el cielo lo cubra y se apiade. Me hirió, sí. Me rompió en pedazos, junto con ella. Pero también me dio herramientas para sobrevivir. Me formó. Me dio fuerza. Y eso… jamás lo olvidaré.
No sé en qué terminará todo este lodazal de secretos, esta telaraña que nos envuelve desde hace años. Sin embargo, en medio de la tormenta, agradezco tener a Fabrizio. Muchos hablan mal de él, tiran mugre a sus espaldas. Pero fue el único que me tendió la mano, quien me cuidó, quien me habló con la verdad, aún sabiendo el caos que podía provocar.
¿Quién lo hubiera dicho? Aquel italiano chulísimo con el que me tropecé en Buenos Aires, terminaría siendo el hombre que mi corazón pedía a gritos sin saberlo.
—¿Cuánto más me vas a hacer esperar con esta venda en los ojos? —tanteo el banco donde me dejó hace cinco minutos.
—Ah, ragazza… solo un poquito más, ¿sí? —responde él, divertido—. Te prometo que valdrá la pena.
—Eso dijiste desde que bajamos del tren… y también hace diez minutos atrás —resoplo, tratando de no sonreír.
—¿Sabes en dónde estamos? —escucho su voz, lejana pero a mis espaldas.
—Sé que nos encontramos en alguna parte de Cinque Terre, y súper cerquita del mar —oigo el vaivén de las olas—, pero perdí la pista cuando me cubriste los ojos apenas me paré del asiento.
—Bueno, todo tiene su tiempo, ricordi? No ganas nada con desesperarte.
—Mira nada más… un italiano hablando de paciencia —alzo los hombros y comienzo a reír—. Pero tienes razón, seguiré esperando.
Escucho sus pasos acercándose. Firmes. Elegantes. Cada uno marcando un ritmo que reconozco sin dudar. No necesito verlo para saber que es él. Lo siento en el aire, en mi piel… en cada rincón de mí.
—Estás cerca —susurro bajito, sin poder evitar que mi sonrisa se escape.
Una ráfaga suave acaricia mi rostro y, con ella, su aroma. Ese Aqua di Giò que se ha vuelto mi debilidad. Las notas cítricas y amaderadas me envuelven, me atraviesan, me despiertan.
—¿Cómo lo sabes? —su voz suena justo a mi derecha, como un secreto compartido.
—Fácil. Tu perfume es inconfundible —respiro profundo, dejando que me inunde.
Jesús, Maria, José y todos los pastores de Belén. Está tan cerquita que mi corazón ya no sabe cómo mantenerse en calma. ¿En serio estoy viviendo esto?
Sus manos se posan en mis mejillas con una ternura que me desarma. Y entonces, mi piel se estremece sin poder evitarlo. Este hombre tiene un no sé qué que me hace temblar. ¿Será la forma en la que me mira sin quitarme la venda? ¿O quizás, esa manera de respirar tan cerquita… como si supiera que estoy justo donde debo estar?
—Stai pronta, amore mio? —susurra en mi oído con ese acento que me derrite como quesito en el comal.
—Más que lista —respondo sin dudar.
—Aquí vamos.
Sus dedos retiran con cuidado la venda. Tardo un segundo en ajustar la vista, pero cuando lo hago, el aliento se me escapa.
Estamos en un mirador que parece robado del cielo. Frente a nosotros, el mar se extiende hasta lo infinito, y la línea del horizonte comienza a incendiarse en tonos naranjas, rosas y dorados. El sol se desliza lento, casi como sabiendo que esta puesta es distinta. Su luz mágica baña las fachadas coloridas del pequeño puerto, las rocas desgastadas por el tiempo… y hasta nuestras propias almas.
Hoy, es su cumpleaños. Y sin embargo, ha sido él quien me ha regalado esta vista, este pequeño paréntesis en medio del caos.
—No puede ser —digo, llevándome una mano al corazón—. Fabrizio…
—Benvenuta a Porto Venere, preciosa —me interrumpe, abrazándome por la espalda—. Esto es parte de la sorpresa. Quería que vieras el atardecer conmigo.
Lo miro, y me dan ganas de decirle mil cosas. Pero lo único que nace de mí, en silencio… es amor, puritito amor.
—Es la postal más hermosa que he visto en mi vida —me dejo envolver por sus brazos.