Quiana “secretos, pasión y vino”

47 PASTA Y VINO

Portovenere

7:15 p.m.

Buenos días, Guadalajara hermosa. Hoy quiero compartirte una canción que nos recuerda que el amor verdadero sí existe. Escucha a Reyli Barba y su Amor del Bueno, aquí, en Amor 93.1, donde la música toca el alma.

La voz de Lorena Saavedra llena la cocina con un abrazo invisible. Es la misma locutora que me acompañaba cada mañana en el hospital, en esos ratitos de café, cuando Guadalajara era mi mundo, y una canción bastaba para sentirlo todo. Era otra vida, y creo que más de uno estaría de acuerdo conmigo. En aquel tiempo, Reyli le cantaba al amor con palabras sencillas, Beto Cuevas le ponía voz al insomnio, Camila nos rompía el corazón con dulzura y Noel enseñaba que el amor también sabía a piano, a lluvia, a cientos de suspiros.

—Y así te fui queriendo a diario… sin una ley, sin un horario… —canto, poniendo la sartén a fuego medio. Sonrío al ver mi reflejo en los azulejos y subo el volumen del teléfono.

Cada rincón huele a gloria: albahaca fresca, ajo dorado, y jitomate que burbujea lento. La mantequilla italiana susurra sobre el fuego, y el pan cruje al partirse, anunciando que algo especial está por suceder. Afuera, el mar de Portovenere brilla como un charco de estrellas derramadas, y la brisa salina se cuela por la ventana, llevándose consigo el aroma de esta pasta sencilla que preparo con el alma.

No hace falta una estrella Michelin cuando se cocina desde el corazón. Esta receta no viene de un libro. Todo lo contrario. Nació del amor, de ese que reconforta, que cura heridas viejas, y te hace creer otra vez.

—Vamos a ver si conquistamos a don Girardi con esta comida —digo, revolviendo la salsa.

Me giro hacia la ventana y respiro hondo, disfrutando del murmullo de las olas. El cielo arde en tonos naranjas y dorados, extendiéndose sobre el mar como un lienzo recién pintado. Todo se tiñe de calor, incluso yo.

—Mira nada más dónde estamos, Quiana —susurro, secándome las manos en el delantal—. Qué chulada de lugar. Fabrizio tiene buen gusto. Vaya que sí.

Me dejo llevar por la voz de Reyli, abriéndole paso —aunque sea un poquito— a la nostalgia. Es inevitable pensar en Guadalajara, en mi amámi Lourdes, en aquellas mañanas donde la música era refugio y el amor se sentía como un cuento narrado desde la radio. Para entonces, no tenía idea de que ese amor cruzaría océanos, que llegaría con nombre y apellido, con acento romano mezclado de matices en español y unos ojos capaces de desarmarme entera.

Contemplo todo a mi alrededor y todavía me cuesta creer que esto sea real. La villa parece sacada de una postal antigua, de esas que uno guarda entre las páginas de un libro para no olvidar. Desde la cocina, lo primero que me roba el aliento es la iglesia de San Pietro. Está tan cerca que siento que podría rozarla con los dedos. Sus muros de piedra blanca y negra se alzan imponentes frente al horizonte, como si desafiaran al tiempo. Los arcos góticos recortan el cielo encendido, y el mar ruge a sus pies, rendido ante su belleza.

Me abanico con la tapa de la olla, recordando lo que Fabrizio me contó apenas llegamos hace una hora. Según él, dice que Marco —la belleza de ojos esmeralda que tiene como primo— descubrió este rincón para sorprender a Abril y a sus amigos hace un tiempo atrás.

«Fue un gesto simple, pero lleno de significado» —me dijo—. «Especialmente para su mejor amiga Noemí, quien recibió su propuesta de matrimonio justo aquí, en este jardín».

Noemí. Ese nombre quedó flotando en mi memoria y en la curiosidad que me define. Me intrigó, tal vez por la forma en que Fabrizio lo pronunció: con un respeto que pocas veces vi en él al hablar de otras mujeres. Pero no fue solo eso. Fue la palabra propuesta, dicha por él, la que se me quedó dando vueltas.

Estas paredes, las mismas que ahora contemplo y disfruto, fueron testigos de algo hermoso, de algo… especial. Justo aquí, en el mismo jardín que pisé al llegar, alguien se arrodilló, y alguien dijo que sí. Jesús, María y José. ¿Será que hoy, es “ese” día para mi también? Digo, no sé en qué momento Fabrizio rentó la villa. Solo sé que lo hizo. Lo hizo por mí.

Podríamos estar en cualquier sitio, celebrando su cumpleaños, su día, pero… en lugar de pensar en él, pensó en nosotros. Y eso…. eso me desarma.

—Bendito —susurro, sin poder evitar sonreír—. ¿Qué voy a hacer contigo?

Apago la hornalla, y me apoyo sobre la mesada blanca para espiarlo sin que se dé cuenta. Está en el jardín, recostado en la hamaca, descorchando una botella de vino. El sol de la tarde juega con sus rizos, y esa manera tan suya de inclinar la cabeza al mirar el mar solo me hace suspirar. ¿En qué momento me convertí en alguien que tiembla con una simple mirada? ¿Cómo fue que este hombre se volvió mi hogar?

Como si pudiera oír mis pensamientos, levanta la mirada y me encuentra. Sus labios se curvan en una sonrisa serena, de esas que no necesitan palabras. Me inclino un poco más contra el marco de la ventana, dejando que su sola mirada me inunde.

—¿Disfrutando de Portovenere, piccola? —pregunta con dulzura, haciéndome señas con la cabeza—. Ven.

—Si voy, olvídate de la cena.

—Hay cosas más importantes —alza la botella con picardía—. Tomemos una copa.




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