Lo siento, le dije una y mil veces que lo sentía.
Me arrodillé.
Le supliqué.
Y nunca me escuchó.
O no quiso escucharme.
O tal vez si me perdonó.
De igual manera, jamás lo sabré.
Ella ya no volverá.
Se fue.
—Lo siento—susurré por última vez y le regalé una rosa.
Rosa que no recibió su mano.
Ω6Ω
Doce años recién cumplidos tenía el grandísimo idiota al que se le salió una rueda del skate que su madre le regaló la noche anterior.
El cielo lanzó un gruñido maquiavélico que provocó que abrazara mis pertenencias, incluido el skate sin una rueda, y corriera hacia algún lugar para refugiarme.
No alcancé a alzar la mirada, que gordas gotas se estrellaron contra mis debiluchos hombros. Miré con preocupación a mi alrededor. No había manera de llegar a casa seco y sin prontos posibles síntomas de resfrío.
Plas, plas, plas eran los sonidos de mis pisadas al correr. Llegué a un campo de deportes público y me oculté debajo de una platea techada. Estaba con el corazón agitado, los pies embarrados y empapado hasta los calzoncillos.
—¡No puede ser! ¡Maldita sea!
Escuché esa voz, pero no fui lo suficientemente atento para esquivar, ni protegerme, del golpazo de un objeto contundente, poco blando, contra mis costillas.
Miré de reojo la mochila rosa con flores hawaianas en el suelo, sin poder evitar doblarme del dolor.
—Maldita lluvia, ¡te maldigo! ¡¿Oíste?! ¡Te m-a-l-d-i-g-o!
Inhalé y exhale en un precipitado intento por recuperarme de aquel inesperado ataque. Enderecé la espalda, fruncí el ceño y busqué a la dueña de esa fastidiosa voz. Entonces la vi. Una muchacha bajita, tal vez de mi edad o un poco menos, le enseñaba el dedo medio al cielo y agitaba la misma mano con molestia y fastidio.
La jovencita dejó de quejarse de la lluvia en cuento se sintió observada o a menos eso supuse. Ya que de pronto se quedó en silencio, jadeó con sorpresa y movió con lentitud su rostro en mi dirección.
—Oh—dijo despreocupada y ladeó la cabeza con inocencia—. ¿A ti también te trajo la lluvia hasta aquí?
No respondí, en realidad no supe que decir. Aún no me recuperaba del todo del golpe. O bueno sí, estoy exagerando. La verdad era que no encontraba las palabras.
La chiquilla de frondoso cabello castaño, corto y mal peinado, se acercó a mí y yo retrocedí. Ella no presentaba intenciones de pedir disculpas por pegarme con su mochila, más bien mantenía una expresión curiosa.
—¿Eres de por aquí? Jamás te había visto.
—Y-yo…
—Tu cara está roja—me interrumpió. No conforme con eso, su palma intrusa se aplanó con suavidad en mi frente—. Está caliente. No me digas que ya te dio fiebre—bajó la mano y sus ojos se fijaron en los míos—. ¿Hace cuánto tiempo llevas caminando bajo la lluvia? Yo me la acabo de topar.
Era obvio que no mucho. Pero no le respondí. Mi corazón se volvió a agitar de incomodad y el rostro me ardía bajo su toque.
Volví a retroceder para que su mano caiga, pero la mocosa era insistente. Cada paso que yo daba atrás ella lo alcanzaba al dar uno adelante.
La lluvia nos alcanzó a los dos y coincidimos en el mismo refugio con una corta diferencia de tiempo.
—Ey nene, ¿no hablas? ¿Eres sordo? ¿Te hablo en lengua de señas? Pero yo no sé lengua de señas—hizo un puchero con los labios.
Tragué saliva y apreté los puños. Me imaginé a mí mismo en ese momento, un yo completamente sonrojado frente a una niña un poco más baja y con su palma pegada a mi frente.
Quise responderle pero no supe que decir y, por unos varios segundos más, ella solo se mantuvo plantada frente a mí.
En ese instante le di la razón a la voz en mi mente cuando me susurraba que aquellos eran los ojitos marrones más lindos que he visto en mi corta vida.
Desde aquel entonces, supe que nunca olvidaría a la portadora de tan encantadora mirada.
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