Carla era una niña de pelo y ojos oscuros, siempre usaba su cabello en una melena larga, con una cinta rosada como cintillo, su piel era clara. En el año 1960, cuando tenía cuatro años, siempre estaba triste porque nadie la comprendía. Esa tarde iba a la fiesta de un amigo del barrio con su hermano mellizo y su madre, como siempre trató de jugar con los niños que había, lo que era muy mal visto en esa época.
— Mamá ¿Por qué no puedo jugar con mi hermano y sus amigos?
— Porque eres niña, busca a Teresa y sus amiguitas, verás que la pasarán bien.
Pero ella se aburría con las demás, siempre miraba a Carlos, su hermano, y sus amigos, quería que la dejarán jugar con ellos. Sus juguetes no le interesaban, ya con tan pocos años empezaba a sentirse triste y no quería salir de su casa, ya que allí su mellizo la dejaba jugar como quería, hasta que sus padres los veía.
— CARLA, te tengo prohibido jugar así.
— Pero papá... — dijo el niño, buscando una excusa para tratar de proteger a la niña.
— No digas nada, es con tu hermana que quien estoy conversando — la miró fijamente — ya me dijeron que le pegaste a la hija de la vecina, eso no se hace.
— Me dijo que yo era fea, y me enojé.
— Pero no porque te enojes puedes ir pegándole a todos — le replicó su padre.
— El otro día Carlos le pegó a nuestro primo porque lo trato de tonto, y tú lo felicitaste.
— Él es niño, eso es natural en ellos, pero tú no ¿Por qué no quieres jugar con tus lindas muñecas?
— No me gustan, y me molesta tanto rosa ¿Por qué no puedo vestirme como Carlos?
— Porque eres niña — le dijo con firmeza.
Todo el tiempo tenían esa misma discusión, las que fueron aumentando según la pequeña crecía. Cuando a los 6 años Carla empezó a asistir al colegio, siempre llegaba llorando, porque sus compañeros no dejaban de molestarla por ser muy ahombrada, ya que no le gustaba jugar con las compañeras, ni usar los vestidos.
— ¿Qué les hago para que me traten así, mamá? Solo quiero hacer amigos — la niña preguntó inocente.
— Es por tu problema — inventó para calmarla — pero ya cuando te hagan la operación en unos años más, estarás bien.
— Pero no creo que por eso me digan tan feo, es por cómo me veo — ella orinaba en una bolsa, por medio de un orificio que le hicieron en el estómago, ya que no tenía vagina, trató de ser lo más discreta posible con eso y que nadie la viera sin ropa — solo quiero que me dejen en paz, y no me digan la niña cavernícola ¿Es demasiado pedir?
— Cariño — su madre le tomó la cabeza para tratar de calmarla.
Como siempre que le pasaba algo así, se iba a jugar con su hermano, usaban los autos de él, y cuando salían al patio practicaban fútbol, aunque sus padres siguieron insistiendo que una niña como ella debía tener muñecas, y jugar con sus amigas como todas las demás, cuando la veían muy triste la dejaban tranquila divertirse, y aunque trató de comportarse como le decían, igual los niños del colegio le decían la marimacha, o la medio niño.
Además se acercaba la fecha de su control con el Dr. Money, ese extraño médico, le hacía un montón de preguntas, anotaba todo en una libreta, y le recetaba esos raros remedios, cada vez odiaba más ir con ese sujeto.
Cuando volvieron a su ciudad luego del control semestral, la niña estaba muy molesta.
— ¿Por qué me llevan con él? — preguntó la niña — mi problema es de otro tipo, no estoy loca para ir a ver a un psicólogo — ella no sabía cómo decirles que no se siente cómoda con su cuerpo, porque todavía era muy pequeña para poder explicarse bien en ese sentido, se sentía diferente a sus compañeras.
Con los años las visitas al Dr. Money fueron más esporádicas, la pequeña odiaba cada vez más a ese tipo de la mirada extraña. Con el único que se sentía bien en todo el mundo era con su hermano, Carlos, ya que no la obligaba a comportarse como una niña, la entendía y la dejaba ser libre. Cuando entró a la pubertad empezaron las inyecciones, supuestamente para ayudarla, pero la pequeña no entendía en qué.
— Para que puedas ser más femenina — le respondía su madre cuando Carla le preguntaba — y estos vellos sean más delgados — dijo al tomar un brazo.
— Pero las odio, me hacen sentir extraña, como que no fuera yo en realidad — la mujer la vio con preocupación.
A los 14 años sus compañeros la seguían molestando con el apodo de la niña gorila, un año más tarde cuando quisieron llevarla a su control con el psicólogo, la jovencita se rebeló.
— NO QUIERO IR — gritó Carla, casi histérica.
— Hija, es por tu bien — insistía la madre.
— Eso dicen ustedes porque no tienen que someterse al largo listado de preguntas, y esa manera de mirarme — se estremeció — no quiero.
— Somos tus padres y tienes que obedecernos — ordenó el padre.
— Si me llevan juro que antes de entrar en su consulta, me mató — los desafió con la mirada
— Pero... — se asustó la mujer.
— NO VOY A IR — corrió y se encerró en su cuarto.
Al final los padres fueron solos a ver al especialista, luego de una conversación muy complicada, decidieron no volver nunca más donde el médico. Desde ese momento los padres de Carla se pusieron más nerviosos, no volvieron a nombrar al psicólogo, seis meses después todo seguía en relativa calma.
— ¿Estás bien? — le preguntó Carlos a su melliza un día que estaban solos.
— Creo que los papás tienen mucho miedo, no debí decirles que me mataría, pero ya no puedo soportarlo, de verdad — lo vio con angustia.
— Tranquila, toda irá bien, te quiero mucho — dijo abrazándola para tranquilizarla.
Cuando la joven cumplió 15 años sus padres fueron a ver a un nuevo psicólogo, el Dr. White, quien luego de varias consultas a las que la niña no quiso ir, y de interiorizarse bien de los antecedentes que le llevaron, habló seriamente con los padres de los niños, y les aconsejó contarle la verdad de lo que le pasó a Carla.