Quiero bailarme la vida contigo

Capítulo 2

Azul llegó al hogar de ancianos en donde trabajaba como voluntaria y dejó como siempre su bicicleta amarrada junto a un viejo árbol dentro del predio de la institución, luego ingresó y saludó a la secretaria y a las enfermeras que estaban por allí antes de dirigirse al salón donde daba su primera clase.

—¡Hola a todos! —saludó con algarabía. Allí ya había algunos ancianos que la esperaban con ansias—. ¡Feliz día de los enamorados! —añadió—. ¿Están listos para bailar?

—Yo quiero bailar contigo —dijo un anciano de nombre Alonso mientras le pasaba la mano a modo de reverencia y luego le dio una rosa.

—Muchas gracias. Por supuesto que sí, Alonso. —respondió ella con alegría, tomó la rosa y la colocó sobre su mochila—. Hoy aprenderemos algunos pasos de salsa, ¿qué les parece? —inquirió.

Todos asintieron con diversión y se ubicaron en el centro del salón, ella comenzó a mostrar un par de pasos bien sencillos que todos intentaron copiar.

Allí había unas cuatro parejas de ancianos que asistían con entusiasmo a las clases de danzas de salón. Ninguno de ellos tenía problemas de movilidad, lo que les permitía seguir los pasos que Azul les proponía, que, aunque eran sencillos para ella, no siempre resultaban tan fáciles para ellos. No así para Alonso, que era un ávido bailarín y que siempre deseaba que Azul fuera su pareja para poder disfrutar más del baile.

Luego de marcar los pasos, la muchacha puso la música para que cada quién diera rienda suelta a su cuerpo.

—Recuerden: lo importante es disfrutar —añadió antes de comenzar el baile.

Alonso la guiaba y ella disfrutaba de aquel momento, el hombre se movía bien y era un buen compañero de baile.

—Hoy te ves muy bonita —le dijo con una sonrisa—. Ojalá tuviera unos años menos así podría cortejarte —admitió.

—¿Otra vez con eso? —inquirió ella divertida y ya acostumbrada.

—Es que eres hermosa —respondió el anciano—. No entiendo cómo es que sigues soltera —añadió—. En mis tiempos, una mujer como tú no estaría sola nunca.

—Te asombraría saber que hoy en día las cosas no son así —respondió ella con diversión—. Una puede estar sola porque le agrada estarlo…

—Nadie puede desear nunca la soledad —negó él con un dejo de tristeza que Azul no pudo evitar notar.

—Bueno, Alonso, ya llegará la persona indicada si es que así ha de ser, ¿no? —Afirmó ella con ternura—. Mientras tanto, me divierto bailando contigo —añadió. El hombre sonrió orgulloso de ser capaz de seguirle los pasos a aquella despampanante muchachita.

Cuando la clase acabó, Azul visitó las habitaciones de los ancianos que tenían movilidad reducida. Con ellos solía hacer algunos ejercicios corporales sencillos que les permitiera mantenerse en movimiento y les ayudara a tonificar aquellas partes del cuerpo que aún podían manejar. Con otros, solo hacía ejercicios de respiración para brindarles un poco de tranquilidad y calma en el ocaso de sus días.

Siempre dejaba por último a Felicita, una mujer de ochenta años que Azul consideraba su mejor amiga.

—¡Hola! ¡Feli! —dijo cuando ingresó de golpe a su habitación como siempre lo hacía.

Entonces, por primera vez en todos los años en los que había visitado a la mujer, se encontró con una visita.

—P-perdón —dijo al ver que allí había un hombre que ella no conocía—. Vuelvo luego —afirmó.

—No, querida, pasa, pasa —dijo la anciana con una sonrisa dulce.

—¿Segura? —inquirió Azul—. No quiero molestar.

—No molestas, ven aquí, te voy a presentar a mi nieto —dijo la señora y le hizo un gesto para que ingresara.

Azul miró al hombre que estaba sentado junto al sillón de la anciana y sintió una especie de enfado bullir en su interior. ¿Felicita tenía un nieto que nunca había venido a verla? ¿Cómo alguien podía abandonar así a su abuela?

—Hola… —susurró ya cerca del sillón.

—Mira, él es Felipe, mi nieto —dijo con emoción y orgullo aquella mujer.

—Un gusto —respondió Azul y le pasó la mano.

El hombre se puso de pie y le contestó el saludo con formalidad.

—El gusto es mío.

—¿No prefieres que te deje sola con él, Felicita? —inquirió la muchacha con dulzura—, puedo venir más tarde, no quiero molestar, seguro que tienen muchas cosas de qué hablar teniendo en cuenta que hace muchísimo que no se ven —añadió con reproche y fijó su vista en Felipe.

—No, de hecho, que estés aquí me viene como anillo al dedo —dijo la mujer—. Definitivamente las cosas siempre pasan por algo y que tu presencia y la de Felipe coincidan en un día como hoy no es casualidad.

Azul no comprendió, pero se sentó en la otra silla y se dispuso a oír lo que la anciana parecía querer decirles a ambos.

Aquel hombre tenía una presencia imponente, era mucho más alto que ella y vestía un traje azul elegante e impecable. Tenía el cabello negro y corto, las cejas pobladas y los ojos de color miel. Parecía tenso, y a pesar de que Azul intentó percibir algo más en su persona, no pudo descifrarlo.




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