Era un día como cualquier otro en la veterinaria: caótico, lleno de ladridos y con un aire compuesto en un 70% de pelo flotante. No era una exageración. Ya había aceptado que mi ropa negra era un concepto abstracto y que el aroma a champú para perros se había fusionado con mi esencia natural.
A pesar de todo, amaba mi trabajo como peluquera canina. No solo porque tenía un don especial para conectar con los animales, sino porque ellos, a diferencia de los humanos, no fingían ser lo que no eran. Si un perro te odiaba, lo sabías en menos de cinco segundos. Lo mismo si te amaba. O si quería huir de la bañera como si estuvieras a punto de sacrificarlo en un ritual satánico.
Justo como Bruno, el gran danés con más actitud que tamaño —y eso ya es mucho decir—, que llegó a mi vida para poner en duda mi teoría de que los perros y yo nos llevábamos de maravilla.
Su majestad entró al local con un porte majestuoso, moviendo la cola como un emperador romano. Pero detrás de toda esa grandeza se escondía un cobarde sin la menor dignidad. Porque su archienemigo no era otro que el agua.
Y yo tenía que enfrentarlo.
Suspiré y ajusté el delantal.
—Bruno, amore mio, anoche tuve una noche de mierda, ¿puedes cooperar conmigo para que al menos mi día no sea igual?
Bruno me lanzó una mirada que decía, con absoluta claridad:
—No cuentes con ello, humana.
Pero yo no me iba a rendir. Con paciencia de santa y la firmeza de un verdugo, logré meterlo en la bañera. Perfetto.
Le mojé el lomo con cuidado. Todo iba bien. Demasiado bien.
Le eché el champú. Seguía tranquilo.
Grave error pensar que la paz iba a durar.
Solo un pequeño descuido de mi parte y Bruno decidió que la vida era demasiado corta para baños aburridos. Con un salto digno de una película de acción, salió de la bañera como un proyectil, dejando un rastro de espuma, agua y destrucción por todo el piso.
—¡No, no, NO! —exclamé, viendo cómo el caos se desplegaba en cámara lenta.
El gran danés, ahora convertido en un misil jabonoso, corría por el cuarto como si esquivara balas invisibles.
—Ey, no juegues conmigo, ¿de acuerdo? —esquivé un charco y agarré una toalla como si fuera un lazo vaquero—. Sé bueno conmigo, porque si no… hoy te daré el baño más largo de tu vida.
Bruno se detuvo. Se irguió sobre sus patas, con el pecho inflado y los ojos brillantes de desafío.
Nos miramos.
Él sabía. Yo sabía.
—No me provoques… —Le advertí con el tono de alguien que ya no tiene nada que perder.
Y entonces…
La puerta se abrió.
Fabia apareció de golpe, y justo en ese instante, Bruno ladró tan fuerte que Fabia pegó un brinco del susto. Pero lo peor no fue eso.
Lo peor fue que, al ver la puerta abierta, Bruno aprovechó su momento de gloria y, con una velocidad que desafiaba todas las leyes de la física, salió disparado hacia el recibidor.
—¡No puedes estar hablando en serio!
Corrí tras él con toda la dignidad que pude… que no era mucha, considerando que casi me mato al resbalar con el agua que él mismo había dejado en su camino de destrucción.
Los demás perros que esperaban su turno comenzaron a ladrar enloquecidos, algunos en solidaridad con Bruno, otros simplemente por el placer de hacer aún más ruido. Los ladridos se volvieron casi insoportables y las malas caras de los clientes eran más que notorias. Pero, vamos, esto era una veterinaria. ¿Qué esperaban? Era como no querer escuchar los gritos de niños en una escuela primaria.
Finalmente, logré acorralar a Bruno contra una esquina.
—Tú, patas largas, ¿a dónde piensas ir ahora?
Hubiera deseado no haber abierto la boca. En ese preciso instante, la puerta principal se abrió y entró un cliente con un transportín para gatos. El gato, al ver a Bruno cubierto de espuma y con cara de maniático en fuga, soltó un gruñido que parecía salido del infierno mismo.
Y como si ese fuera el detonante que Bruno estaba esperando, se lanzó a la calle a toda velocidad.
—¡No puede ser! —grité mientras corría tras él… una vez más.
El cliente con el transportín se quedó parado en la puerta, boquiabierto, mientras yo intentaba procesar el caos que acababa de desatarse. Para colmo, casi me dio un infarto cuando dos perros más decidieron que perseguir a Bruno parecía una gran idea y se soltaron de las correas.
Ahora éramos una estampida improvisada corriendo por la calle.
—¡Cierra la maldita puerta! —le grité al cliente distraído—. ¡No necesitamos más fugitivos!
Justo al otro lado de la calle, Valentín estaba barriendo tranquilamente la acera cuando vio venir a Bruno hacia él. Su rostro pasó por todas las etapas del pánico humano en cuestión de segundos. Si no lo conociera mejor, juraría que pensó que estaba viendo a un oso polar en lugar de un gran danés cubierto de espuma.