Cuando llegó la mañana, me levanté con más entusiasmo del habitual. No porque fuera mi día libre, sino porque estaba ansiosa por ver la cara de Valentín.
O, mejor dicho, su nueva decoración facial, cortesía del turista con el que discutió anoche.
En mi mente lo imaginaba como una pintura cubista: un ojo amoratado, el labio partido y una mueca de furia que, extrañamente, me producía un placer casi pecaminoso. Dio mio, qué oscuro puede ser el corazón de una mujer a la que le interrumpen sus sagradas horas de sueño.
Así que, con mi mejor actitud matutina —léase: Coca-Cola en mano y moño despeinado, pero con intención estética—, me asomé al balcón.
Pero nada.
Sin importar el ruido que hice, Valentín no se asomó.
Ni un alma moviéndose detrás del ventanal, ni un chirrido de puerta, ni siquiera la sombra de su ego deambulando por ahí. Solo silencio.
Va bene… ¿Dónde estás, idiota arrogante? —pensé, mientras le daba un sorbo a mi Coca-Cola.
Ni siquiera el truco infalible funcionó: puse a Greta a ladrar como perra desquiciada. Y Greta, que normalmente podría hacer saltar a un muerto de la cama con su energía loca, tampoco logró sacarlo de su escondite.
Fruncí el ceño. Algo no estaba bien.
No es que estuviera preocupada, ¿eh? Por favor. ¿Yo, preocuparme por Valentín? Ma figurati. Ridículo.
Pero, aun así, había algo raro.
Y, contra todo pronóstico, me encontré bajando a la veterinaria y rebuscando en los estantes hasta dar con el botiquín de primeros auxilios.
—Ugh, qué estúpida soy —murmuré mientras lo tomaba con una mano firme.
Porque claro, ¿qué hace una mujer racional cuando cree que su némesis puede estar malherido?
Se olvida del orgullo y va a por el botiquín como si fuera Florence Nightingale en versión mediterránea.
Con paso decidido, crucé la calle y me planté frente a la puerta del bar, esa misma que tantas veces había prometido no volver a cruzar.
Decidí enfrentarme a la incómoda tarea de verificar si seguía vivo o si el turista le había dado una paliza tan épica que lo dejó parapléjico, y por eso el condenado no daba señales de vida.
Toqué tres veces.
Nada.
Toqué cinco veces más.
Silencio.
—Valentín… —murmuré, apenas un susurro, como si su nombre me quemara en los labios.
A veces, odiar a alguien puede ser lo más entretenido del mundo... y también lo más peligroso.
Con una sonrisa perversa, recogí un puñado de piedras de la meseta de las plantas junto a la veterinaria y volví a mi balcón.
Una por una, comencé a lanzarlas contra su ventana.
Tac.
Tac.
Tac-tac.
Nada.
Mi paciencia, que ya de por sí venía con fecha de caducidad, se evaporaba más rápido que un café en una mañana de invierno.
—¡VALENTÍN! —grité con toda la fuerza de mis pulmones, canalizando a Tarzán y a una madre italiana furiosa—. ¡O sales o empiezo a tirar cosas más grandes, te lo juro por la Virgen de Monterosso!
El resultado fue inmediato.
La ventana se abrió de golpe con un estruendo que hizo que Greta, desde el sillón, ladrara una vez como para poner su sello oficial al drama.
Valentín apareció con cara de querer asesinarme, con el pelo revuelto, la cara hinchada, el ojo morado en glorioso tecnicolor y el labio superior inflamado.
Podría —debería— haber sentido compasión. Un poco de lástima, quizá.
Pero no.
Lo único que sentí fueron unas ganas terribles de reírme.
—Calista, en serio… —Gruñó, frotándose la sien, como si el simple hecho de verme le diera dolor de cabeza—. Hoy no estoy de humor para pelear contigo.
—¿Quién dijo que quiero pelear? —levanté el botiquín como si fuera una bandera blanca—. ¿Vas a abrirme o tengo que treparme a la ventana como Romeo?
Al final, después de unos segundos en los que claramente luchaba entre su instinto asesino y el de caballero herido, suspiró hondo, desapareció de la ventana y luego lo vi abrir la puerta del bar.
Al entrar, me recibió un aroma denso: una mezcla de alcohol, madrugada y derrota.
El lugar era un desastre absoluto. Botellas vacías por todas partes, vasos mal apilados, basura en las esquinas… y ese olor a resaca que te da jaqueca con solo inhalar.
Dejé el botiquín sobre una mesa, me senté y señalé la silla vacía frente a mí.
—Siéntate. Y deja de mirarme como si te fuera a envenenar.
Su mirada era puro recelo.
Parecía debatirse internamente entre obedecerme o echarme del bar a patadas.