¡quiero ser la protagonista!

8. Los efectos secundarios de la Sopa Pastina

Decir que habían sido días agotadores era quedarse corto. No solo porque esa semana todos los perros grandes del pueblo decidieron ponerse de acuerdo para hacer cita para un baño antipulgas, sino porque, además, me cayó encima un resfriado que parecía diseñado personalmente por Satanás. Un combo infernal de tos, estornudos, nariz roja y ojos llorosos.

Cada cinco minutos soltaba un estornudo tan violento que hasta Bianca y Gianluca me miraban como si estuviera propagando la peste. Sus expresiones eran de: “Per favore, tómate algo o te enviaremos a cuarentena”. Pero yo, testaruda como siempre, solo confiaba en los remedios de las abuelas: té de jengibre con limón, miel y una buena dosis de negación. Las medicinas y yo no éramos amigas.

Greta brincó del susto cuando solté otro estornudo estruendoso que probablemente se escuchó en todo el pueblo. Me encogí de hombros mientras sorbía por la nariz con resignación. A estas alturas, molestar a alguien era el menor de mis problemas. Lo importante era no ahogarme con mi propia congestión.

Nuestro paseo matutino servía, al menos, para distraerme del drama nasal. Greta iba feliz, troteando como si estuviera en un musical. Yo, en cambio, arrastraba los pies con la gracia de un alma en pena. El aire olía a mar, pan recién horneado y, de vez en cuando, a focaccia con cebolla de la panetteria de la esquina. Una mezcla celestial… que, por supuesto, no podía oler del todo.

Justo antes de llegar a la veterinaria, vi a Valentín.

Estaba barriendo el frente del bar con la expresión derrotada de alguien que claramente había sido forzado a madrugar. Tenía el cabello despeinado, una camiseta blanca arrugada y una escoba en la mano como si fuera una extensión de su miseria. Fruncí el ceño y miré mi reloj: 8:43 a. m. Una hora que, para Valentín, era prácticamente madrugada, ya que normalmente a esa hora estaba en el quinto sueño.

Estuve a punto de hacerme la loca, fingir que no lo había visto y seguir mi camino con Greta. Pero entonces él se aclaró la garganta de forma teatral para llamar mi atención.

—Vamos, no dejes que tu pulgosa se vaya sin cagar en mi frente solo porque estoy aquí.

Traduje su sarcasmo como un: “Buenos días, Calista”.

—No sabía que te hacía tan feliz recoger mierda de perro.

—Me hace el día. Estoy a nada de llorar de emoción. Casi no puedo esperar a ver de qué color es hoy.

—Lamento decepcionarte, pero Greta ya hizo lo suyo más arriba. Hoy no hay regalitos para ti.

—¿Qué? ¿Y ahora qué hago con este vacío en el pecho? —Se llevó la mano al corazón, como si de verdad estuviera sufriendo.

Su sarcasmo era un arte. Uno que yo no pedí, pero ahí estaba, como un performance gratuito a las ocho de la mañana.

Estaba por devolverle otra de sus perlas, cuando estornudé con tanta fuerza que por poco lancé a Greta por los aires.

—No tengo energía para tus estupideces —murmuré, con la voz tan nasal que me costó reconocerla.

—¿Estás enferma?

—No, estornudar hace parte de mi outfit de hoy. Pensé que combinaba bien con mis ojeras.

Él bajó la mirada a la bolsa que llevaba en la mano y frunció el ceño al ver las sopas instantáneas claramente visibles. Esas sopas de fideos finitos con sabor artificial a pollo deprimido.

—¿Eso es lo que vas a comer?

—¿Algún problema? ¿Trabajas para MasterChef ahora?

—Solo me preocupa la salud del pueblo.

—Eso solo se traduce a que eres un chismoso.

—Lo aprendí de mi vecina. Tiene un máster.

Imité su tono estúpido.

—Como sea, mi comida no debería ser tu problema.

—En serio, ¿qué clase de italiana come esa porquería?

—Para una mujer con cero habilidades culinarias, la sopa instantánea me salva la vida —me excusé innecesariamente—. Y no, no soy italiana.

No le di tiempo a decir nada más.

Me giré sin esperar respuesta y entré a la veterinaria. Greta pegada a mis talones como si entendiera que, con Valentín, la única respuesta válida era ignorarlo.

Sobreviví el día entre estornudos, pelos de perro y espuma. A duras penas. Cuando finalmente apagué las luces del grooming y cerré la puerta con un suspiro, no sabía si aplaudirme por no haber colapsado o simplemente dejarme caer al suelo y dejarme matar por la gripe.

Mi cuerpo dolía en lugares que ni siquiera sabía que podían doler y mi alma… bueno, mi alma pedía una siesta de 14 horas, un masaje y probablemente un cambio de identidad.

Al girarme para salir, me encontré con Gianluca. Estaba recostado con total despreocupación en el mostrador de recepción, escribiendo en su teléfono con una sonrisita; era obvio que estaba enviándole algún mensaje a la domadora de delfines.

—¿Bianca y Fabia se han ido?

Levantó la mirada y me regaló esa sonrisa.

Esa sonrisa.



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En el texto hay: romance, romance y humor

Editado: 03.09.2025

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