¡quiero ser la protagonista!

10. Santa Calista y el milagro de la paciencia perdida

Esa noche, mientras me aburría en el bar fingiendo que estaba trabajando, me dediqué a observar a Valentín. No sé si era que realmente se preocupaba por cada cliente o si era un maestro fingiendo interés… pero ahí estaba, escuchando, sonriendo y haciendo que todos se sintieran como en casa.

Y entonces lo entendí: la gente no venía por el alcohol barato ni por la música espantosa que sonaba de fondo. Venían por él. Por el idiota que me miraba con fastidio, pero que, en el fondo, era más decente de lo que admitía. Casi demasiado decente para ser real.

Sin embargo, no todos los clientes eran agradables.

Uno de ellos era de esos hombres con el ego tan grande como su calvicie.

—¡Eh, mesero! ¡Este trago es asqueroso! ¿Qué clase de basura sirven aquí?

Primero le lanzó su veneno a Sandro, que seguía secando vasos como si nada. Luego, sus ojos se clavaron en Valentín. Este frunció el ceño y sus labios se apretaron en una línea tensa. Estaba a punto de decir algo cuando decidí intervenir, armada solo con mi mejor sonrisa.

—Si no le gusta, puede irse. —Me apoyé en la barra—. Nadie lo obliga a quedarse. Además, la basura está del otro lado.

El tipo se inclinó hacia mí, aferrándose a la barra como si pensara treparla. Los ojos tan abiertos que por un momento creí que iba a echar espuma por la boca.

—¿Qué has dicho? —escupió.

Suspiré, buscando paciencia donde no la tenía.

—Si vienes aquí es para pasar un buen rato, caro mio, no para propagar tu mal humor. Quizás esa amargura tuya es la que te tiene calvo. Piénsalo.

El hombre se puso rojo, tan rojo que pensé que iba a explotar. Pero antes de que pasara lo peor, Valentín intervino, dando un paso adelante con su sonrisa.

—Basta, Calista. —Me lanzó una mirada que claramente decía te mato después. Luego, volviéndose al cliente—. Mire, señor. Tal vez el trago no sea de su agrado, pero puedo ofrecerle algo especial de la casa. Le prometo que le hará olvidar cualquier mal sabor.

Fue imposible quedarme callada al escucharlo.

—Y si no le gusta, siempre puede usarlo como tónico para el cabello... o irse directo al infierno —el hombre me miró con fuego en los ojos—. No se enoje, eh. En realidad, es el lema no oficial del bar. ¿Verdad, Sandro?

Sandro se ahogaba de la risa detrás de la barra, mientras que Valentín continuaba salvando la noche, hablando con el cliente que, milagrosamente, terminó aceptando otra copa.

Claro, yo no podía dejarlo así.

—Quizás lo que necesita es un curso intensivo sobre manejo de la amargura.

Sandro estalló en una carcajada y Valentín, en cambio, se llevó una mano a la frente, rezando por paciencia.

—En serio, Calista... ya cállate.

Me giré hacia él, indignada.

—¿Por qué? Solo estoy intentando ayudar.

—Pues nadie pidió tu ayuda.

Jadeé, ofendida hasta lo más profundo de mi alma.

Abrí la boca para responderle con una réplica brillante... pero, por una vez en mi vida, me callé.

El calvo —porque ya no pensaba en él de otra forma— refunfuñó, probó su nuevo trago como si fuera veneno… y asintió, antes de volver a su mesa.

—Ese hombre solo quería un trago gratis —murmuré mientras secaba un vaso con torpeza—. Le hubieras hecho uno con desinfectante, per l’amor di Dio.

—Ojalá existiera un botón para silenciarte —gruñó Valentín, pero vi una chispa de diversión en sus ojos.

Ya con el cliente reconciliado con su copa y su ego, seguí en mi intento de ser útil, pero fracasaba en cada intento.

¿Me sentía mal por eso?

Assolutamente no.

Después de todo, yo era una peluquera canina. Pero, si podía bañar a un husky en pleno ataque de histeria, ¿cuán difícil podía ser servir tragos a un par de borrachos?

La respuesta: mucho más de lo que imaginé. Muchísimo.

En menos de una hora, derramé dos cervezas, confundí un mojito con una michelada y casi le serví whisky a un adolescente. Sandro, pobrecito, intentaba salvar la noche. Se movía detrás de mí como una sombra, atrapando vasos antes de que los lanzara al suelo sin querer -o eso decía yo-.

En una de esas, cuando estiré la mano para agarrar una botella de ron, casi me caigo, pero Sandro la atrapó a tiempo.

—¿Estás segura de que no intentas incendiar el bar? —me susurró, divertido.

—¿Yo? Jamás. —Sonreí como un ángel—. Aunque… si Valentín me hace enojar, quizá lo considere.

Sandro se rió justo cuando Valentín apareció, con su delantal negro y ese humor de perro mojado que guardaba solo para mí.

—Sandro, no tienes que cubrirla.

El pobre Sandro parpadeó, confundido.

—Pero... solo estaba ayudando...



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En el texto hay: romance, romance y humor

Editado: 04.11.2025

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