¡quiero ser la protagonista!

11. No son novios, pero ellos discuten como si lo fueran.

Desde niña, siempre tuve un amor inexplicable por los animales. Mientras otros niños jugaban con muñecas o construían castillos en la arena, yo prefería correr detrás de gallinas o intentar descifrar qué pensaban los gatos con su mirada de superioridad. Tal vez era herencia directa de mi madre, una hippie de espíritu libre que hablaba con las plantas como si fueran viejas amigas. O de mi nonna, que tenía una pequeña granja donde cada animal parecía tener más personalidad que un grupo de humanos en una fiesta aburrida.

Lo cierto es que, claro, terminé trabajando con animales. Y lo amaba. O, mejor dicho, lo amaba casi todos los días.

Había días en que todo parecía ir en mi contra, y ese en particular fue uno de esos en los que todos los animales parecían haberse puesto de acuerdo para que el día fuera interminable.

Estaba agotada. Moralmente vencida. Lo único que me mantenía en pie era la promesa de llegar a casa, calentar una lasaña —congelada, pero digna— y caer rendida en mi cama como una piedra.

Pero nada en mi vida salía como lo planeaba.

Mientras dejaba todo organizado para el día siguiente, desde el recibidor se escucharon unos gritos. Hice lo que cualquiera en mi lugar hubiera hecho: fingí que no era conmigo. Continué guardando frascos de champú y juguetes chirriantes, esperando que alguna de las otras chicas se apiadara y saliera a ver qué pasaba.

Pero nada. Ni una mosca.

¿Dónde diablos estaban Fabia y Bianca? ¿Por qué, de todas las personas, tenía que ser yo la que fuera a atender al escandaloso?

Los gritos continuaban y, al parecer, nadie más iba a encargarse del asunto. Resignada, salí a ver a quién estaban matando y me encontré con un chico joven que parecía haber corrido desde Roma hasta Vernazza, atravesando colinas, olivares y una crisis existencial en el camino. Respiraba como si hubiera dejado sus pulmones atrás y, en sus brazos, sostenía a un cachorro de pelaje gris, tan quieto que me alarmó de inmediato.

—¡Necesito ayuda, per favore! —exclamó el chico, con la desesperación pintada en cada palabra.

Me acerqué al perrito para examinarlo rápidamente. Aunque estaba débil, tenía pulso y respiración estable.

Mientras lo revisaba, el chico empezó a balbucear excusas.

—¡No quise hacerle daño! Yo venía manejando y... no lo vi… Era tan pequeño...

—Sí, claro —respondí sin levantar la vista—. Así dicen todos.

—¿Estás insinuando que lo atropellé a propósito?

—¿Cuándo dije eso?

Me miró como si le hubiera escupido en la pizza.

No tendría más de dieciocho años, y eso, siendo generosa. Tenía esa mezcla de torpeza y dramatismo que solo los adolescentes podían manejar con tanta naturalidad. Parecía estar al borde del llanto.

—Sin duda, a los niños no deberían darles licencia —murmuré para mí misma.

—¿Qué? ¿Niño? ¡Yo no soy un niño! —protestó con una indignación que habría sido más efectiva si no tuviera los ojos rojos de tanto llorar.

Estaba a punto de responderle con un comentario sarcástico cuando Bianca hizo su gloriosa aparición.

—Perdón, perdón —dijo, mientras se quitaba los guantes de látex—, estaba con Boa.

Boa era una Border Collie que siempre terminaba en apuros por tragarse sus propios juguetes.

Bianca se acercó, su presencia como siempre impecable y eficiente. Ni una pestaña fuera de lugar. Se inclinó sobre el perrito con la seguridad de quien ha visto más de un drama animal en su vida.

—¿Qué tenemos aquí? —murmuró. Fue entonces cuando el chico trató de explicarle lo sucedido.

—Yo... estaba bajando por la curva... el perro salió de la nada... frené, juro que frené, pero... él ya estaba ahí... ¡Y nadie más hacía nada! —Las palabras le salían a borbotones, mezcladas con culpabilidad y ansiedad.

Bianca simplemente asintió, sin levantar la vista. Le tomó el pulso, revisó la lengua, palpó el abdomen. Luego lo alzó con ternura y autoridad al mismo tiempo y se giró sin mirar al chico ni una sola vez.

—Lo llevo a observación —dijo, y se fue tan rápido como había llegado.

Me quedé a solas con el chico, quien ahora parecía no saber qué hacer con sus manos ni con su vida en general. Se frotó los dedos. Se los metió en los bolsillos. Se cruzó de brazos. Luego los volvió a sacar.

Lo miré durante unos segundos antes de suspirar nuevamente.

—Bueno, ya hiciste tu parte trayéndolo aquí —dije finalmente—. Ahora deja de llorar.

—¿Crees que estará bien? —preguntó con ojos llenos de esperanza.

—Eso depende de muchas cosas —respondí honestamente—. Pero está en buenas manos.

El chico asintió lentamente y se dejó caer en una silla del recibidor, como si sus piernas ya no pudieran sostenerlo.

—¿Qué voy a hacer si muere?

—No puedes hacer nada cuando alguien muere. Así que, ¿puedes dejar de llorar por dos minutos?



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En el texto hay: romance, romance y humor

Editado: 03.09.2025

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