Estaba revisando mi agenda del día, luchando por no quedarme dormida encima del mostrador, cuando una carcajada explosiva me sacudió de golpe.
—¡Cazzo! —mascullé, casi dejando escapar el bolígrafo entre los dedos.
Al levantar la vista, vi a un cliente hablando con Fabia, irradiando esa energía contagiosa que no debería estar permitida antes del mediodía. Tenía a la pequeña maltesa, Mochi, atada al arnés, y reía como si acabara de escuchar el mejor chiste del siglo.
—¡Oh, lo siento, Calista! ¿Te asusté? —se disculpó—. Perdona a este viejo sentimental; solo estoy emocionado por contarle a Fabia sobre la boda de mi hija.
Me sonrió con esa calidez que solo tienen quienes acaban de recibir buenas noticias… o acaban de comerse un buen plato de lasaña. Su hija era clienta habitual de la veterinaria, y aunque no la conocía mucho, siempre venía con su gato, que tenía más accesorios que un desfile de Dolce & Gabbana.
—No vino hoy porque está atrapada con los preparativos —añadió él, inflando el pecho como si se tratara de una boda real.
Apoyé la cadera contra el mostrador y me crucé de brazos, lista para escuchar el chisme.
—¿Y cuándo es el gran día? —preguntó Fabia antes de que pudiera abrir la boca.
—En un par de meses, si todo sale según lo planeado. Ya saben cómo es esto… Organizar una boda de ensueño lleva tiempo.
Fabia, siempre la romántica empedernida, apoyó los codos en el mostrador; sus ojos brillaban como si estuviera viendo una película romántica de los ochenta.
—¿Y el novio? ¿Es guapo? —preguntó con una sonrisa que casi me hizo rodar los ojos.
—Es un cirujano exitoso de Milán —dijo él, inflando aún más el pecho.
Silbé con admiración y fingí abanicarme con una hoja de papel.
—¡Qué suertuda su hija! Parece que le tocó vivir una vida de protagonista. Con destino, drama y un hombre con cuenta bancaria bien nutrida.
El hombre me miró como si me faltara una neurona.
—¿Perdón?
—Nada, nada —me apresuré a decir, levantando las manos—. Dile a tu hija que le deseo toda la felicidad del mundo. Y si tiene un momento entre el pastel de bodas y el ramo de flores, que me pase la receta secreta para cazar a un cirujano rico.
Aunque sería una pérdida de tiempo, porque esas cosas solo pasan en la vida de las protagonistas.
Le di un par de palmaditas en el hombro y me marché hacia el área de grooming para recoger algún desastre… y esperar al siguiente tornado peludo.
Solo habían pasado unos minutos limpiando cuando me detuve en seco, como si mi cuerpo hubiera decidido que ya no quería seguir moviéndose. Y, por un segundo, temí que no solo había perdido una neurona… sino tres.
¿Estaba perdiendo la cabeza? Porque juraba haber escuchado su voz.
La de Valentín.
Me acerqué a la puerta y la abrí con cuidado, dejando apenas una rendija. Lo suficiente como para espiar sin parecer sospechosa.
No sabía si era suerte o desgracia, pero no estaba loca.
Valentín estaba en el mostrador hablando con Fabia; se decían un par de cosas y sonreían. Demasiado.
Ladeé la cabeza, evaluando cómo iba vestido: pantalones cargo color crema y una camiseta blanca tan sencilla como pecaminosa, pegada a su torso como si fuera parte de su anatomía. Era raro verlo así, tan casual, cuando normalmente lo veía asomado a su balcón en pantalones de pijama… o con uniforme de barman.
¿Qué demonios estaba haciendo en la veterinaria? ¿Y por qué parecía estar coqueteando con Fabia? ¿Y, sobre todo, por qué me importaba?
Sacudí la cabeza para espantar esos pensamientos ridículos. Valentín seguía siendo ese hombre molesto, insoportable e irritante. Por mucho que ahora lleváramos una media tregua, no significaba que me cayera mejor… ni que mi opinión sobre él hubiera cambiado.
Estaba por echar otro vistazo cuando me encontré con sus ojos miel, justo frente a frente. Valentín estaba mirándome a través de la rendija.
¡Maldición!
Salté hacia atrás, llevándome la mano al pecho, porque ese desgraciado casi me mató del susto. La puerta se abrió de golpe y ahí estaba él, con esa sonrisa burlona que me sacaba de quicio.
—¡¿Qué demonios está mal contigo?! —chillé, antes de soltarle un manotazo en el brazo.
Él se frotó el sitio como si realmente le hubiera dolido, aunque lo dudaba.
—¿Qué está mal conmigo? Lo dice la que me estaba espiando a través de la rendija como una loca acosadora.
—¿Yo? ¿Viéndote a ti? Per favore. Solo estaba revisando si había clientes esperando. ¿Por qué querría mirar a un idiota como tú?
—Ahora mismo soy un cliente. ¿No deberías tratarme mejor? Me exiges buen trato en mi bar, pero aquí me tratas fatal.
—Tú no eres cliente.
—Claro que sí. Estoy aquí con Martino, que vino a ver a Lupo.