Evadir el hecho de que algo estaba cambiando entre Valentín y yo era tan útil como intentar apagar un incendio con una pistola de agua. Por mucho que intentara hacerme la despistada, como si no notara sus miradas demasiado largas, sus saludos demasiado amables o cómo nuestras peleas se habían vuelto más… ¿Cortas? Sí, eso. Y cada vez que pasaba algo así, me surgían más preguntas.
Aunque nuestra relación estuviera entrando en una fase extraña y peligrosamente civilizada, eso no evitaba que siguiera gastándole alguna que otra broma inofensiva.
Así que, a las siete de la mañana, crucé la calle desde la veterinaria con Greta tirando de la correa como si su vida dependiera de ello. Ella sabía exactamente lo que veníamos a hacer. Yo solo la acompañaba. La misión era clara: dejar el regalito matutino frente a la puerta del bar de Valentín. Como siempre.
Mientras Greta hacía lo suyo, me sorprendió ver un cuenco con agua al lado de la puerta, con una etiqueta hecha a mano que decía “Pulgosa”. No pude evitar sonreír. Era un detalle tierno viniendo de alguien como Valentín.
Justo cuando me preguntaba si debía sentirme ofendida o agradecida, la puerta del bar se abrió y apareció Valentín, todavía con el uniforme del bar, desaliñado y con el cansancio pintado en el rostro.
—Buongiorno —dijo con una media sonrisa desganada—. Supongo que has venido a dejar mi regalito.
—Y por lo visto tú has venido a recogerlo. Qué considerado.
—¿No te lo he dicho ya? Recoger la mierda de tu pulgosa es mi parte favorita del día.
Greta, como si entendiera perfectamente el sarcasmo, gruñó en su dirección. Valentín ni se inmutó. En lugar de saltar como lo hacía siempre, simplemente cruzó los brazos y enarcó una ceja, viendo cómo Greta intentaba morderle los talones mientras yo la sostenía.
—En serio, ¿cuándo piensas llevarla a terapia?
Mordí el labio para evitar reír.
—¿Estás bien? —pregunté a cambio.
—¿Me veo bien?
Lo miré de arriba abajo, sin piedad.
—Te ves terrible.
—Gracias por confirmar lo obvio.
—¿Todo bien con el bar?
—Sí. Solo fue una noche difícil. Una de esas en las que los turistas creen que el alcohol es agua bendita.
—Es así… Bueno, entonces deberías ir a descansar.
Él asintió, frotándose la nuca.
—Por cierto —señaló el cuenco con el mentón—, está fresca. Agua fresca para mi hater favorita.
Lo miré. Luego al cuenco. Y luego a él otra vez. Sentí esa cosa incómoda y ridículamente cálida que solo me pasaba cuando él estaba cerca. Como si una colonia de mariposas con jet lag se despertara en mi estómago.
—Esto no significa que seamos amigos.
—Lo sé. Solo eres mi enemiga favorita, con derecho a que su pulgosa diabólica tenga servicio de agua fresca.
—Exactamente eso somos.
Negó con la cabeza y, sin decir más, se dio la vuelta. Entró al bar y cerró la puerta con ese ruido que ya era parte de mi banda sonora diaria.
Me quedé parada frente a la puerta. De repente, me di cuenta de que llevaba un rato mirando como una acosadora. Mis mejillas ardieron. Rápidamente, giré la cabeza a ambos lados asegurándome de que nadie me hubiera visto.
—Andiamo, Greta —murmuré, tirando de la correa.
Habíamos dado apenas unos pasos cuando escuché su voz otra vez.
—¡Calista!
Valentín estaba asomado por la puerta, esta vez con una lata de Coca-Cola en la mano. La lanzó con una puntería envidiable. Y sin pensar, la atrapé al vuelo.
Cerró la puerta sin decir nada más. Miré la lata: tenía una pequeña nota pegada con cinta adhesiva.
“Para mi Lavacani favorita. P.D: No te acostumbres”.
Fruncí el ceño, pero no pude evitar sonreír.
Me aclaré la garganta, como si eso pudiera borrar la expresión boba de mi cara. Continuamos caminando por la vereda empedrada. Pero ya iba pensando en la respuesta a esa nota: “Gracias por el gesto, idiota. P.D: Una lata no es suficiente para acostumbrarme”.
Después de dar un par de vueltas con Greta —que, como siempre, caminaba como si el mundo dependiera de su olfato—, regresé a mi apartamento, todavía con la lata de Coca-Cola en la mano. La coloqué sobre la repisa junto a la otra que me había entregado Fabia unas semanas atrás. Incluso ambas latas tenían las notas adhesivas pegadas. Ni siquiera sabía por qué aún las conservaba, como si fueran algo lo bastante importante para mantenerlas.
Con mi dosis de cafeína frustrada, bajé a la veterinaria decidida a tener un día productivo. Nada de batallas con perros paranoicos que creen que el secador de pelo es un arma letal y yo soy su cómplice.
La mañana empezó tranquila, casi demasiado tranquila. En cuanto terminé de bañar al golden retriever más tranquilo del mundo, escuché unos gritos en recepción que podrían haber sido confundidos con el canto desafinado de una manada de huskies en plena rebelión.
Suspiré profundamente y salí a ver qué ocurría, y al menos a pedir que bajaran la voz. Pero lo que no esperaba era encontrarme a la señora Fátima al borde de la desesperación.
Al verme, corrió hacia mí como si yo fuera su última esperanza y me tomó de las manos con fuerza.
—¡Calista, tienes que ayudarme! —gritó, con los ojos llenos de desesperación—. ¡Dama se ha perdido!
—¿Cómo que “se ha perdido”?
—Esta mañana, después de su paseo, me distraje un momento y cuando me di cuenta ya no estaba. ¡Imagínate! ¡Una perrita tan buena, tan fina! ¡Si hasta se sienta sola cuando come!
—Entonces deberías salir a buscarla —sugerí, como si eso no fuera lo más lógico del mundo.
—¿Y cómo lo hago, amore mio? —respondió, entre desesperada y resignada—. Vivo sola. Y aunque no me guste admitirlo, soy una signora de setenta y cinco años… con una rodilla que cruje como un biscotti duro.
Hice un puchero, de pronto sintiéndome muy mal por la señora Fátima. Miré a Fabia, que también parecía incómoda.