No hay nada más deprimente que un lunes por la mañana. Excepto, claro está, ser una mujer responsable, independiente y con ojeras de campeonato.
Por suerte, mi primer cliente del día tuvo compasión de mí y se dejó bañar sin ningún problema. Quizá él también odiaba los lunes y no quería lidiar conmigo ese día.
Cuando me despedía del primer cliente, vi a Valentín sentado en el segundo escalón de la entrada del bar, con el ceño fruncido y el móvil pegado a la oreja como si quisiera incrustárselo en la sien. No parecía nada feliz.
No le di importancia y seguí con mi día.
Pasaron un par de horas. Atendí a un par de clientes más, y cuando por fin llegó el mediodía, salí a cerrar la puerta de la veterinaria para irme a almorzar... Lo curioso es que, antes de cerrar, me percaté de que Valentín seguía ahí. Mismo escalón, misma expresión de “no me hables o muerdo”, aunque ahora sudaba como si hubiera dado la vuelta al pueblo con unos pantalones de cuero.
Quise hacerme la indiferente. Pero per favore, chisme es chisme, así que crucé la calle y me acerqué a averiguar qué pasaba con él.
—¿Te dejó la novia o qué? —solté sin anestesia.
—No.
—¿Por fin clausuraron tu bar de mala muerte?
—No.
—Entonces, ¿hoy es oficialmente el día de sentarse a sudar en la calle como estatua de sal?
—Hoy no estoy de humor para bromas —gruñó.
—A ti te encanta joder mi paciencia cuando tampoco estoy de humor para tus bromitas, así que estoy dándote una cucharada de tu propia sopa. Deliziosa, por cierto.
Él suspiró con brusquedad y se masajeó la sien.
—Esta mañana salí con Sandro a arreglar unos asuntos del bar...
—Sí, sí, no me importa lo que salieron a hacer. ¿Qué haces aquí plantado?
Apretó la mandíbula. Yo le dediqué mi mejor sonrisa condescendiente.
—Sandro se llevó las llaves por accidente y ahora estoy aquí afuera.
—Che sfortuna... ¿No eres de esas personas que tiene alguna llave escondida por si se presentan estos casos?
—Si así fuera, ¿crees que estaría aquí muriéndome de calor?
—No sé, a veces se te hace difícil pensar.
—Calista...
—Ya, ya. Llámalo y que te traiga las llaves, ¿qué tanto?
—Se fue a pasar el día en un yate con unos amigos. Solo logré hablar con él una vez y después desapareció. No contesta.
Lo observé. Estaba sudado, el cabello algo revuelto y la camisa pegada al torso de manera sospechosamente atractiva. Parecía cansado, frustrado...
Maldita sea.
Era una mala idea, pero terminé perdiendo contra mi lado racional y diciendo una locura.
—Puedes esperar a Sandro en mi apartamento.
Valentín levantó una ceja. No dijo nada, solo me miró como si yo hubiera propuesto un pacto con el diablo. Y, si soy honesta, de haber sido al revés, yo también habría sospechado.
—¿A qué debo tanta generosidad?
—Soy una persona generosa.
—No lo creo.
—Entonces puedes rechazarme y quedarte aquí sudando como simio hasta que Sandro se digne a aparecer en algún momento del día. Tú eliges, tesoro.
Crucé la calle sin esperar a que dijera algo más. Entonces, escuché sus pasos apurados detrás de mí justo cuando iba a cerrar la puerta de la veterinaria.
—Espero que no te arrepientas.
—Ya estoy arrepentida —solté sin girarme siquiera.
Subimos por las escaleras en completo silencio hasta llegar a mi apartamento. Greta, al verme, me recibió con un entusiasmo desbordante que se tradujo en ladridos alegres.
—Ciao, amore mio —le susurré mientras la acariciaba con devoción maternal.
Pero el amor de Greta duró poco. Apenas sus ojitos se posaron en Valentín, su expresión cambió drásticamente: del entusiasmo explosivo al horror absoluto. Y luego... los gruñidos. Bajos, amenazantes, como banda sonora de película de terror clase B.
Acaricié la cabeza de Greta con todo mi amor para lograr calmarla.
—Parece que la estuvieras felicitando por intentar atacarme —comentó Valentín, mientras Greta le lanzaba miradas asesinas.
—Ella no está intentando atacarte, solo te odia.
—Ah. Qué alivio. Me siento mucho más cómodo ahora.
—Me alegra. Ese era el objetivo desde el principio.
Terminamos de entrar a mi apartamento y le señalé el sofá.
—Puedes sentarte y te advierto que saldrás de aquí lleno de pelo de gato. Pero siempre es mejor eso que seguir friéndote al sol como una frittata olvidada.
—Qué hospitalidad —murmuró con sarcasmo.