Miré a mi alrededor y no pude evitar comparar. Su apartamento era un poco más grande que el mío —o quizás solo parecía más amplio porque, a diferencia de mi caos decorativo, Valentín tenía todo tan ordenado que daba la sensación de estar dentro de una de esas revistas de diseño minimalista. Nada de cojines de flores mal combinados ni cuadros gatunos torcidos. Aquí, todo estaba en su lugar. Demasiado en su lugar.
—Perdón el desorden… —Me mostró su mano vendada—. Como verás, no pude limpiar.
Hice una mueca.
—Eres un presumido.
—Y herido. Así que, per favore, sé buena conmigo.
—Lo intentaré… pero no prometo nada. Ya sabes cómo soy.
—Entonces, ¿vas a revisarme o vas a seguir buscando excusas para no admitir que querías verme?
Lo ignoré y caminé por el lugar, echando un vistazo alrededor. Su apartamento era bonito, muy moderno, todo en blanco y negro, con un toque masculino que olía a madera… y a él.
—Si te gusta tanto, podrías venir a vivir aquí —dijo de la nada.
—No te pases, Valentín.
—Estaba bromeando… o quizás no —respondió con una sonrisa traviesa.
Estaba a punto de golpearlo en el brazo cuando levantó su mano vendada como si fuera un escudo sagrado.
—Recuerda, estoy convaleciente.
—Dios, en serio —suspiré, volviéndome hacia él—. Pero tienes razón: tu apartamento es bonito. Es increíble lo que has hecho arriba de tu bar de mala muerte.
—¡Bravissima, ya lo arruinaste!
Se dio la vuelta teatralmente y se alejó como si le hubiera destrozado un sueño, y yo lo seguí entre risas.
—¿Ya cenaste? —preguntó al llegar a la cocina, que era igual de bonita: mármol negro y luces cálidas.
—No. No me dio tiempo. Venía apurada… por un hombre con una mano vendada que se hace la víctima.
—Wow… qué tierna. ¿Así que corriste hasta aquí sin cenar? ¿Solo por mí?
—Sí. Más te vale compensarme con una buena cena.
—Mala suerte. Esta noche no podré cocinar para ti.
—No importa. Puedes dictarme la receta y yo lo hago. No soy una chef, pero soy buena siguiendo instrucciones.
—Oh, sí… recuerdo lo buena que eres siguiendo instrucciones.
Un flash de aquella noche cruzó mi mente: él, susurrándome al oído, dándome órdenes en voz ronca mientras nos ajustábamos contra la pared.
Tragué saliva.
—¿Vas a darme la receta o vas a seguir insinuando cosas mientras me muero de hambre?
—¿No podemos hacer ambas?
Me humedecí los labios y caminé hacia la nevera. Al abrirla, me recibió un espectáculo.
—Bueno, supongo que también tengo que reconocer que tu nevera se ve mejor que la mía.
—No te creas. No siempre está así. Solo que Viola me hizo las compras esta tarde.
Mi cuello se puso rígido al girar para mirarlo.
—Pues podrías haberle pedido que también te preparara la cena —solté, sin filtro, con esa voz casual que claramente no era tan casual.
—Oh no, prefiero darte instrucciones.
—¿De verdad? Entonces te escucho. Soy toda oídos.
Él se acercó un poco, apoyándose en la encimera con esa actitud de “soy un chef y un seductor profesional”, y empezó a dictarme los pasos para preparar unos auténticos espaguetis carbonara.
—Primero, rompe los huevos, pero sin que caiga cáscara. Eres buena en eso, ¿verdad?
—Depende de cuán concentrada esté —murmuré, conteniendo una sonrisa mientras quebraba el primero.
—Confío en ti.
—¿En serio?
—Tú eres de las que, cuando se concentran… lo hacen con pasión. Y eso me encanta.
Rodé los ojos, pero la sonrisa me traicionó.
—¿Y qué más?
—Aunque no creas, me gusta ese olor peculiar entre jabón de perros y vainilla. También me parece bonito tu cabello. Luce salvaje y…
—La comida, Valentín —lo interrumpí antes de que siguiera—. Me refería a las instrucciones para los espaguetis.
—Ah… eso. Perdón, mi distraggo.
Y sorprendentemente, sí, sabía lo que hacía. O al menos era bastante bueno dando instrucciones. Se aseguró de enseñarme a preparar una verdadera carbonara —sin inventos—, insistió en la importancia del guanciale crujiente y me recordó no olvidar la tabla de antipasti ni la focaccia que le había traído Sandro.
Cuarenta minutos después, estábamos sentados a la mesa con todo servido y una botella de vino que fui a buscar al bar. Además, la luz era justa para que su cara se viera demasiado bien para mi paz mental.
Valentín sostuvo el tenedor con la izquierda y puso cara de mártir.