Estaba a punto de salir a comer cuando mi teléfono vibró con una notificación. Miré la pantalla distraídamente… y ahí estaba: una foto.
Una foto de Valentín.
Específicamente, una que capturaba el ángulo perfecto desde su cuello hasta esa vista pecaminosa de su abdomen.
Santo cielo.
Todo había empezado de forma inofensiva, como la mayoría de los pequeños incendios que terminan quemándome viva. Un día cualquiera le pedí una foto de su dedo para saber cómo iba la recuperación —sí, era una excusa ridícula, lo sabía—. Pero Valentín, siendo Valentín, decidió que mi solicitud era un permiso tácito para enviarme fotos de cualquier parte de su cuerpo… excepto del dedo herido. Desde entonces, mi galería podía competir con cualquier campaña de Dolce & Gabbana… pero ni rastro del maldito dedo.
Le respondí con un mensaje rápido: “¿Y el dedo? ¿Dónde está?”
Valentín: “Una foto se responde con otra foto. Y mi dedo está bien, grazie por preguntar por él… y no por mí.”
Sonreí. En vez de contestar, hice zoom y detallé su abdomen como si fuera una adolescente en plena efervescencia hormonal. Me detuve a analizarlo como si fuera una obra del Renacimiento. Ese surco bajo el ombligo debería ser ilegal. Instintivamente, mordí mi labio inferior.
¡Nadie podía juzgarme! Era una mujer desamparada en busca de amor… y de un abdomen marcado y bronceado en el que llorar.
—Vaya, esa es una buena foto.
El alma se me salió por la garganta. Casi arrojé el teléfono al otro lado del grooming al sentir la voz de Bianca justo detrás de mí.
—¡Demonios! ¿¡Te cuesta avisar que estás aquí?!
—Te avisé. Tres veces. Pero estabas muy concentrada contando los bellos del pecho de Valentín.
—¡¿Qué yo qué?! Yo no estaba…
Era inútil negarlo.
—Entonces, ¿tú y Valentín están saliendo?
Negué lentamente.
—Ah… Entonces están en la etapa de pasarse nudes. Qué moderno.
—¡No estamos pasándonos nudes! —exclamé, ofendida… y divertida al mismo tiempo.
—Gracias a Dios. Porque un nude con fondo de frascos de champú antipulgas no es exactamente erótico.
Solté una carcajada. Esa mujer era un caos adorable. Escribí un mensaje rápido a Valentín antes de volverme hacia ella.
—Solo estamos esperando a ver adónde nos lleva todo esto —le expliqué al fin.
—Querrás decir: adónde te llevan tus sentimientos.
—No… bueno, sí. Él ya me dijo que le gustaba…
Y ahí estaba. Lo había dicho. Como si no importara. Como si no me hubiera revoloteado el estómago como una vespa desbocada por las callecitas de Vernazza.
Bianca alzó una ceja inquisitiva.
—¿Y tú…?
—No… yo…
Las palabras se evaporaron en mi garganta.
Ella se acercó y me envolvió en un abrazo cálido, de esos que te hacen sentir menos sola aunque estés hecha un lío.
—Es normal que te sientas confundida. Después de todo lo que Gianluca significó para ti —se apartó suavemente y me miró con ternura—. Pero me alegra que, por lo menos, reconozcas que una parte de ti quiere algo con Valentín.
—¿Te alegra? —fruncí el ceño, sintiendo cómo una punzada de molestia se colaba en mi tono—. Suena como si estuvieras aliviada de no tener que lidiar más con el desastre que era estar enamorada de mi mejor amigo.
Bianca dio un paso atrás y me tomó de los hombros con firmeza, como si quisiera asegurarse de que sus palabras no se perdieran entre mis inseguridades.
—No fue eso lo que quise decir. Solo… me alegra que, por una vez, estés abriendo la puerta a algo que no sea un amor incompleto. Algo recíproco. Algo que no te haga sentir que tienes que pedir permiso para ser querida.
Aparté la mirada, avergonzada por haber sido tan impulsiva.
—Lo siento… Estoy sensible desde la discusión con Gianluca.
—Ay, per favore. No me digas que te soltó alguna de sus genialidades emocionales.
—Quizá malinterpreté, no lo sé… —suspiré—. Pero te juro que tú también habrías pensado lo mismo después de escucharle decir: “Me alegra que hayas descubierto que lo que sentías por mí no era más que un espejismo.”
Cada vez que recordaba esas palabras, el enojo crecía dentro de mí como una planta carnívora lista para devorarme. Pero nada comparado con la expresión de Bianca, que parecía a punto de explotar por mí.
Parpadeó. Abrió la boca. La cerró. Y volvió a abrirla, como si eligiera entre gritar o asesinar.
—Ese hombre no necesita terapia. Necesita una bofetada con un calzone recién salido del horno.
Solté una risa ahogada, pero ella no bromeaba.
Nos quedamos en silencio un momento. Bianca estudiaba mi rostro, intentando medir cuánto daño me habían hecho las palabras de Gianluca.