Estaba por terminar de limpiar el área de grooming, sacudiendo los últimos pelos de perro del mostrador con la escoba, cuando la puerta se abrió de golpe. Bianca entró como una ráfaga de viento, con su cabello rubio teñido alborotado y una expresión que me hizo fruncir el ceño de inmediato.
—¿Alerta de tsunami o qué pasa?
—Calista… —dijo, y ahí fue cuando su tono me hizo pausar.
—Ohhh… qué miedo —intenté reírme, levantando las cejas para quitarle tensión al asunto—. ¿Alguien se cayó al mar? ¿La nonna de Fabia volvió a dejar el horno encendido?
Nada. Su cara no cambió ni un milímetro. Eso ya era grave. Solté la escoba de inmediato y di un paso hacia ella.
—¿Qué pasa, tesoro? Me estás empezando a asustar.
Bianca se mordió el labio inferior, como si estuviera decidiendo si decírmelo o no. Y entonces soltó:
—Yo creo que es mejor que salgas y lo veas tú misma.
Mi estómago se contrajo. Lo primero que se me vino a la cabeza fue: Valentín… Claro. Siempre era Valentín.
Un beso robado en la playa a plena luz del día.
Una broma de mal gusto en medio del mercado.
Una pelea absurda a gritos con los turistas frente al bar.
Pero esta vez… no. Esta vez el aire estaba demasiado denso.
La mirada de Bianca era puro hielo, con gotas de “te lo advertí”, y su silencio solo me dio escalofríos.
No dudé ni un segundo en salir corriendo hacia el bar para averiguar qué ocurría. Y mi sorpresa fue grande cuando, al salir, me encontré con un grupo de personas agolpadas frente al local. Murmullos, celulares alzados, dedos señalando… y yo, con el corazón en la garganta.
—Che, ¿qué succede? —pregunté a nadie en particular mientras me abría paso.
Me acerqué con pasos lentos, como si caminar más rápido pudiera empeorar lo que estaba por ver. Bianca venía detrás de mí, en silencio, como si acompañara a alguien a identificar un cadáver.
Y entonces lo vi.
Un cartel adhesivo enorme, amarillo chillón, pegado a la puerta del bar. Letras negras, gruesas, agresivas. Como un grito:
“CERRADO TEMPORALMENTE POR INSPECCIÓN SANITARIA.
Autoridad Sanitaria Local – ASL”
Sentí cómo se me aflojaban las piernas.
—Ay, no… —murmuré, con la boca seca—. Non è possibile. No puede ser.
Tragué saliva con fuerza, pero se me atascó.
—¿Desde cuándo? —alcancé a decir, girándome hacia Bianca como si ella pudiera darme una explicación lógica, del tipo: “Es una broma de mal gusto”.
—Lo pusieron esta mañana. Dicen que fue una denuncia anónima…
La palabra “denuncia” me hizo temblar.
—Calista… Dime, per favore, que tú no tienes nada que ver con esto.
Sentí cómo el aire me abandonaba, lento, como un globo que se desinfla sin hacer ruido.
¿Nada que ver? Ojalá pudiera decirlo con convicción. Ojalá no me temblaran tanto las manos.
—Primero… —Tragué saliva—. Primero debo hablar con Valentín, ¿de acuerdo?
Bianca resopló, cruzándose de brazos.
Volví la vista hacia la puerta, esa vieja puerta de madera con el tirador de hierro que crujía cada vez que alguien entraba al bar… y, de repente, levantar la mano para empujarla me costó como si estuviera hecha de piedra.
¿Por qué me era tan difícil? ¿Era culpa? ¿Miedo? ¿Ambas?
La realidad me golpeó con la fuerza de una ola contra las rocas del espigón: tenía miedo de lo que iba a encontrar del otro lado.
Pero ya estaba cansada de imaginar lo peor. La incertidumbre dolía más que la verdad. Así que, con un suspiro que me salió del alma, empujé la puerta.
No fue nada difícil encontrar a Valentín. Estaba sentado en medio del bar, con los codos apoyados en las rodillas y las manos cubriéndose el rostro. A su alrededor estaban Sandro y doña Sonrisa —que, por cierto, no estaba sonriendo en absoluto—, junto a una mujer que no reconocía.
Todos voltearon a verme, pero fue la mirada de Valentín la que echó chispas al verme. Y no precisamente chispas de felicidad.
No era tristeza.
No era decepción.
Era fuego. Y no era el tipo de fuego que enciende un beso. Era el tipo de fuego que quema todo.
Sandro y las demás personas se levantaron en silencio, recogieron sus cosas con pesar y, al pasar a mi lado, me lanzaron miradas que podrían derretir el acero.
Doña Sonrisa… ni siquiera me miró.
Solo negó con la cabeza y, al pasar, soltó un murmullo como un cuchillo en la espalda:
—Sabía que no era alguien de fiar.
Me dolió más de lo que esperaba.