Luego de todo el desastre que se desató en el bar por mi culpa, del enojo perfectamente entendible de Valentín y de un par de detalles que era mejor archivar en la carpeta de “cosas que jamás mencionaré”, sabía que él no iba a aparecer con los brazos abiertos, agradecido porque su bar estuviera funcionando de nuevo, sin multas por ratas imaginarias y antes de lo previsto.
Lo sabía. Lo entendía. Y, para ser honesta, tampoco esperaba un ramo de peonías ni que me cantara bajo mi ventana al estilo de Eros Ramazzotti.
No fui una heroína que salvó el día; apenas logré deshacer el lío que yo misma había armado. Sin embargo, tres días después de la reapertura, Valentín seguía ignorándome como si fuera invisible. Ni un “grazie”, ni un “ciao”, ni un sarcástico “¿te acuerdas de cuando casi arruinas mi bar?”. Nada. Silencio sepulcral.
¿Por qué tenía que ser tan difícil? ¿O es que en serio ya no habría un “nosotros”? La gente se enfada, sí, pero luego se les pasa… ¿O acaso conmigo no aplicaba esa regla universal?
Aunque técnicamente las cosas habían vuelto a la normalidad, yo seguía sintiéndome culpable. Y peor aún: cada vez que Valentín me ignoraba, sentía como si alguien me estuviera lanzando un ladrillo emocional directo al corazón.
—¡Era un idiota!
—Callie… —Fabia me miró como si estuviera viendo a alguien que acaba de perder la cabeza—. ¿Estás bien?
—¿Por qué no lo estaría? ¡Claro que estoy bien! Un idiota como él no va a robarme mi estabilidad emocional. No lo permitiré, por muy culpable que me sienta.
—Ah… bueno —replicó ella con cautela—. Solo quería saber cuándo ibas a dejar de usar el bolígrafo… Hay clientes esperando.
Miré a mi alrededor y me encontré con varios clientes observándome como si estuvieran viendo un espectáculo gratuito. Bajé la vista a mi mano y entonces me di cuenta: estaba apretando el bolígrafo con tanta fuerza que parecía que iba a romperlo. Todo esto mientras imaginaba darle a Valentín una patada en el trasero que lo mandara directo al paseo marítimo.
—Sí, perdón —dije rápidamente—. Yo… bueno, seguiré trabajando.
Claro que “seguir trabajando” era solo una forma elegante de decir: “seguir torturándome mentalmente pensando en Valentín, repasando cada palabra que dijo, cada mirada que no me dio y cada beso que ya no volverá”.
¿De verdad no iba a volver a hablarme?
¿Así terminaría lo que pensé que sería la oportunidad para tener mi propia historia de amor?
Porque no, no me rendía a tener mi historia de amor con beso bajo la lluvia y una canción de fondo… Pero viendo cómo iban las cosas, estaba destinada a convertirme en leyenda urbana: la ragazza que murió sola y rodeada de gatos.
Harta de aplastar mi cabeza con los mismos pensamientos caóticos una y otra vez, finalmente llegué a mi apartamento y me dejé caer en el sofá boca abajo, como si fuera una estrella fugaz estrellándose contra la Tierra.
En cuestión de segundos, Greta apareció para lamerme la cara con un entusiasmo exclusivo para mí.
—Al menos te tengo a ti, amore mio —susurré mientras ella movía la cola frenéticamente.
El Inspector, con su habitual sentido de la oportunidad, decidió trepar al sofá y acomodarse sobre mi espalda como un rey napolitano tomando posesión de su trono.
—Y también te tengo a ti, Inspector —le dije mientras él ronroneaba con la satisfacción de quien sabe que es amado, adorado y, sobre todo, alimentado a las ocho en punto.
Después de alimentar a mis dos fieles compañeros de vida y tomar una ducha rápida para despejarme, le puse a Greta su arnés rojo. Paseo nocturno que técnicamente era para ella, pero en realidad era para mí: necesitaba aire fresco y una excusa para no quedarme hablando sola con las paredes.
Mientras bajaba las escaleras, el sonido del bar crecía, como una canción que los clientes parecían amar, porque sus gritos no dejaban dudas. No podía evitar torcer el gesto cada vez que lo escuchaba.
Al salir, me topé con un grupo de personas fumando frente al bar. Greta, enemiga jurada del humo, del ruido y de todo lo que no fuera yo, se convirtió en una activista furiosa, ladrándoles como si estuviera liderando una cruzada antitabaco.
Los fumadores, entre risas nerviosas, se apartaron para dejarnos pasar hacia la puerta del bar.
Y ahí es donde entró en escena mi genio estratégico: ¿quién, en su sano juicio, se acerca al lugar donde está la persona que te ignora olímpicamente? Pues yo. Masoquismo nivel campione del mondo.
Sin dudas, debí haberlo pensado mejor, seguir de largo y no haberme acercado, porque lo que vi al abrir la puerta del bar no me gustó en absoluto.
No muy lejos, pude distinguir a Valentín, que no estaba detrás de la barra. Todo lo contrario: estaba relajado, casi feliz, en una mesa, rodeado de gente que se reía como si estuvieran en un anuncio. Además, una chica casi sentada sobre su regazo, sonriéndole como si él fuera el último hombre disponible en la Tierra.
Mis manos se crisparon y mi cerebro gritó: “¡Mátalo ahora!”.