¿Cómo se suponía que debía entender toda mi situación con Valentín? En serio, esto era un rompecabezas sin piezas. Un acertijo sin respuesta. Yo necesitaba un manual para entenderlo. O tal vez un traductor profesional o, mejor aún, un exorcista. Ese hombre era un misterio envuelto en su delantal de barman y una sonrisa tan indescifrable como la de la Mona Lisa.
Está bien, lo admito: yo lo arruiné con mi inmadurez. Él se enojó. Yo intenté arreglarlo. Él me ignoró. Luego, de la nada, apareció en mi apartamento, me abrazó como si yo fuera un fantasma a punto de desaparecer, me secó las lágrimas… y ahora, como si fuera normal, volvió a ignorarme. ¿Qué clase de bipolaridad romántica era esta?
Y lo más importante: ¿qué se suponía que yo debía hacer con todo eso?
¿Acaso no había sido suficientemente clara con lo que sentía por él? Está bien que no se lo haya dicho directamente, pero mis acciones hablaban más que las palabras.
Olvídalo.
Hablar de mis acciones solo empeoraría mi situación con él.
Lo cierto —y desesperante— de su distancia era que su silencio me atormentaba. Me sentía estúpida por extrañarlo tanto, dándome cuenta de que no quería seguir mi vida sin nuestras tontas peleas.
Pero esta era mi historia, la mia vita, y estaba en mis manos cambiar el rumbo de las situaciones que estaban a punto de enloquecerme, aunque a veces los resultados no fueran como esperaba.
Por eso, con el corazón en la garganta y una dignidad que ya no me pertenecía, terminé en su bar. Vestida con ropa que no usaba desde hacía meses, el pelo recién arreglado y esa expresión ensayada de: «¡Che, coincidenza! Justo pasaba por aquí en sábado, frente a tu barra, sin ningún motivo personalísimo relacionado contigo».
El lugar estaba lleno. Música baja, risas altas, el aire espeso de cerveza y ese olor a limón y madera que siempre había tenido. Me abrí paso entre la gente hasta conseguir una silla libre frente a la barra. Y entonces la punzada de decepción me atravesó: solo estaban Doña Sonrisas y Sandro tras la barra.
Ni rastro de Valentín.
Viola se acercó y dejó una Coca-Cola frente a mí con un golpe seco que sonó más a advertencia que a bienvenida.
—Supongo que viniste a emborracharte con tu Coca-Cola —dijo con sarcasmo, cruzándose de brazos.
—Sí… grazie —contesté, intentando no sonar como una adolescente en plena crisis existencial.
Desde el famoso incidente del bar y las ratas, no había vuelto a pisar este lugar. ¿Por qué lo haría? Ese día casi logré que cerraran el negocio y me gané el odio eterno de Viola. Pero mis ganas de saber de Valentín eran más fuertes que mi dignidad.
—Siempre estás hablando —continuó ella mientras limpiaba la barra con un trapo—. Nunca te había visto en silencio. Y ahora vienes aquí, te sientas y parece que perdiste la lengua.
Respiré hondo.
—Lo siento —dije, bajando la voz—. No había tenido oportunidad de disculparme… por lo del bar. Por las ratas. Por todo.
Viola me miró como si acabara de confesar que había robado todo el almacén de Coca-Cola.
—Yo tampoco había tenido oportunidad para darte las gracias —dijo, sorprendiéndome—. Este trabajo es importante para mí. Valentín es el único que paga bien las horas nocturnas y me da tiempo para tener dos trabajos más.
¿Dos trabajos más? ¿Qué clase de vida llevaba esta mujer? Yo, de repente, me sentí como una niña rica que se queja porque su capuchino no tiene suficiente espuma.
—Lo lamento. Si tienes tres trabajos es porque necesitas mucho dinero, y yo casi lo arruiné —dije, sintiéndome como una cucaracha bajo su zapato.
—No solo yo —respondió Viola, retorciendo el trapo entre sus manos como si fuera el cuello de mi conciencia—. También mi hermana. Estoy a cargo de ella. Tiene dos años y, a esa edad, se necesita de todo: pañales, leche, juguetes, paciencia… y, ovviamente, dinero. Mucho dinero. De lo último, no me sobra.
Quise disculparme otra vez, porque eso es lo que hago cuando me siento mal: me disculpo hasta que me duele la garganta. Pero Viola me cortó con un gesto dramático.
—¡Ugh! Ya deja de disculparte. Con una vez es suficiente. Me da escalofríos cada vez que te disculpas.
—Es que me siento mal —insistí.
—Nadie te pidió que sintieras lástima por mí —dijo, fría.
—¡Entonces no me cuentes cosas de tu vida que me hagan sentir miserable! —reaccioné, más alto de lo que pretendía.
—No necesito tu compasión. Necesito que no arruines mi fuente de ingresos.
—No prometo nada —murmuré, dándole un sorbo a mi bebida, como si la Coca-Cola pudiera borrar mi vergüenza.
Viola me miró y, por un segundo, pensé que me iba a lanzar la Coca-Cola a la cara. Pero, en vez de eso, sonrió. Era raro, pero la persona menos esperada terminó dándome consuelo en medio de mi crisis existencial amorosa.
—¿Y dónde está tu adorado jefe? —pregunté al fin, incapaz de resistir la tentación de saber de él.