Aunque los celos me cegaban como un sol de agosto, tenía que admitir que lo que realmente me irritaba no era Ludovica, sino él.
¡Dio mio! ¿Qué clase de persona considera “amigos” a sus ex? Y peor todavía: ¿qué clase de “amiga” se acomoda en tus piernas como si esperara que le regalaran un gelato en plena piazzetta?
Quería eliminar a Valentín de la faz de la tierra o, al menos, borrarlo de Vernazza.
Como si nunca hubiera existido.
Como si esa noche frente a la puerta no hubiera sido yo quien se lanzó a besarlo primero.
Como si él no me hubiera hecho creer, aunque fuera por un maldito segundo, que yo era la única.
Y no importaba cuántas veces intentara hablar conmigo, ni sus llamadas, ni sus mensajes, ni sus gritos en el balcón, ni lo más mínimo que hiciera: no quería verlo.
Así que la mejor forma de evitarlo… era irme.
Cerré la maleta con algo de fuerza y mi mirada se desvió hacia el elefante tailandés sobre la mesita de noche.
—¡Tú! —lo acusé, señalándolo con el dedo como si él fuera el verdadero culpable de mis tragedias—. ¡Eres un estafador!
Abrí el cajón y lo guardé allí, castigado. Ese elefante no merecía ser testigo de mi derrota. ¿Acaso no había pedido una sola cosa? ¡Una pequeña cosa! Que Valentín fuera el indicado. Pero no, ni siquiera eso pudo cumplir.
Suspiré, abracé a Greta y al Inspector con fuerza, como si fuera a despedirme de ellos para siempre.
—Cuídense —les susurré—. Y si ven a Valentín, muérdanlo con toda la fuerza que tengan.
Bajé las escaleras de la veterinaria arrastrando la maleta como si fuera una cruz. Y al llegar al recibidor, me encontré con Martino.
Otra vez.
Por supuesto.
Estaba, como siempre, en otro intento nefasto de coquetear con Bianca.
—Buongiorno, Calista —me saludó con un gesto exagerado.
Lo ignoré olímpicamente y me concentré en Bianca, a quien le entregué las llaves de mi apartamento.
—Ni siquiera respondes mis buenos días —me reprochó Martino, ofendido—. Yo no tengo nada que ver con tus dramas con Valentín.
Me ericé como un gato, literal, al escuchar ese nombre prohibido.
—No menciones ese nombre aquí o te vetaré la entrada a esta veterinaria de por vida.
Se calló al instante, mientras Bianca escondía una sonrisa divertida.
—Cuida bien de ellos, ¿de acuerdo? —le pedí.
—Por favor, Calista, basta —respondió riendo—. No es la primera vez que cuido de Greta y del Inspector. Ya sé todo el manual: que no les das atún después de las ocho, que Greta odia a los turistas que le tocan el lomo y que el Inspector solo come croquetas de salmón.
—Lo sé, lo sé… —murmuré—. Es solo que no quiero que pase nada raro.
—¿Qué podría pasar? —me guiñó un ojo—. Yo los amo, ellos me aman y…
—¡Y yo te amo! —interrumpió Martino con voz soñadora, como si estuviera en un anuncio de perfume barato.
Hice un sonido de arcada.
—Das vergüenza, Martino.
Él se encogió de hombros sin importarle en lo más mínimo.
—Tú no lo entenderías —me replicó con aire filosófico—. No sabes lo que es el amor.
Lo peor es que tenía razón. No entendía el amor, y sospechaba que nunca estaría destinada a hacerlo. Mi vida sentimental era como un reality show cancelado en la primera temporada: sin drama suficiente para enganchar y sin romance suficiente para inspirar.
Arrastré mi maleta a la salida, cuando Martino se interpuso.
—¿En serio no vas a decirnos a dónde vas?
—¿Para qué? ¿Para que corras a chismearle a Valentín? No, grazie.
—¿Qué escuché? —fingió sorpresa—. ¿De casualidad escuché el nombre prohibido en esta veterinaria?
Estuve a un segundo de lanzarle la maleta en la cabeza, pero el muy cobarde salió disparado hacia Bianca, buscando refugio como un niño detrás de su mamá.
Y justo cuando iba a cruzar la puerta, entró Gianluca.
—¿Qué te toma tanto tiempo?
—Estaba por salir —respondí, mientras le lanzaba una mirada de muerte a Martino por última vez.
Gianluca, con esa calma natural suya, tomó mi maleta como si no pesara nada y salimos juntos de la veterinaria, dejando atrás el caos y los pelos de perro. Sentí un alivio extraño, como si pudiera respirar otra vez, aunque con una punzada de tristeza: me estaba alejando de lo que me devoraba los pensamientos, pero también me alejaba de algo que, por alguna razón masoquista, quería cerca.
Y como si mis pensamientos lo hubieran invocado, la puerta del bar se abrió y él apareció.
Mi corazón se aceleró, pero no de forma romántica. Más bien como cuando ves una cucaracha voladora y no sabes si correr o prender fuego a la casa.