Los días siguientes fueron cualquier cosa menos aburridos, luego del desfile interminable de tareas “humillantes” para Valentín. Fueron un espectáculo gratis que disfruté desde mi silla favorita, con una Coca-Cola helada en mano y una sonrisa malévola de espectadora privilegiada.
Una de sus primeras tareas fue limpiar las jaulas de los perros. Llenas de pelos, barro y olor a perro mojado. Él había entrado con guantes, mascarilla y una expresión de “esto es peor que la guerra”. Salió dos horas después con el pelo lleno de pelusa, la camisa manchada de algo que preferí no saber y una mirada de quien quería salir huyendo.
Nonna le dio un pulgar arriba y un seco “buen trabajo”. Valentín ni siquiera respondió; solo caminó tambaleándose hacia la salida como un soldado que había sobrevivido a la peor batalla.
Lo mejor, sin embargo, llegó al día siguiente: la hora de alimentar a los perros.
Una tarea simple… en teoría. Pero intenta poner croquetas en comederos cuando veinte perros hambrientos te rodean como si fueras la última pizza de toda Italia.
Valentín, con una dignidad patética, intentó repartir ordenadamente, pero tres minutos después estaba subido sobre un banco, gritando por ayuda mientras las “bestias” saltaban, ladraban y peleaban por las croquetas caídas.
Yo casi me atraganté con mi Coca-Cola de tanto reír.
Y por supuesto, una de sus tareas favoritas —nótese el sarcasmo— fue sacar a pasear los perros. No sé quién fue el genio que decidió atarle ocho correas a la cintura —probablemente Nonna, que en el fondo disfruta ver sufrir a la gente—, pero aquello terminó siendo una persecución digna de Mission: Impossible. Valentín terminó siendo arrastrado por todo el pueblo mientras los perros corrían como si su única misión fuera asesinarlo, y yo lloraba de la risa desde la distancia.
Un desastre absoluto.
Y sin embargo… había algo desconcertante.
Valentín no se rendía.
Cada mañana aparecía en el comedor con ojeras profundas, el cabello rebelde y el delantal lleno de pelos, pero ahí estaba: sentado, tomando café aguado, listo para más tortura canina. No se quejaba, no pedía tregua, no inventaba excusas.
Era casi admirable o completamente patético… Dependía de qué lado de mi corazón lo mirara.
Hasta que, finalmente, llegó el día en que él dijo basta. Después de limpiar el último rincón del refugio, se me plantó enfrente con una mirada que intentaba ser seria, pero que el cansancio convertía en pura ternura.
—Callie —dijo, la voz rasposa por el polvo y el esfuerzo, pero con una decisión que no esperaba—, he aguantado todo esto porque necesito hablar contigo. Per favore.
Lo observé unos segundos, disfrutando del poder que tenía en mis manos, antes de soltar mi mejor sonrisa malvada.
—Va bene —contesté—. Pero antes… toca limpiar el gallinero.
La sangre desapareció de su rostro.
—No… —susurró, la voz baja llena de pánico—. El gallinero, no.
—Sí —canturreé con entusiasmo—. El gallinero, sí.
Sus ojos se llenaron de súplica, esa mirada que hubiera derretido a cualquiera menos a mí en ese preciso instante.
—Por favor —rogó—. Cualquier cosa menos eso.
Me encogí de hombros, la actuación perfecta de la indiferencia.
—Muy bien. Lo hago yo. Pero entonces hablamos otro día.
Di media vuelta para marcharme, pero él me detuvo con un movimiento rápido.
—Está bien —aceptó con resignación—. Lo haré yo… pero prométeme que luego hablarás conmigo.
Me limité a sonreír con crueldad teatral.
—El gallinero te espera.
Valentín se alejó como quien camina hacia su ejecución, con una sombra de lágrima contenida en los ojos. Y no lo culpaba: en el gallinero lo esperaba Giovanni il Terribile. Un gallo malvado de pecho rojo, mirada asesina y que disfrutaba atormentar a cualquiera que osara pisar su territorio. Y obviamente, Valentín no era la excepción.
Me quedé atrás, disfrutando cada segundo del martirio de Valentín y pensando —aunque jamás se lo admitiría en voz alta— que este refugio había resultado ser infinitamente más divertido gracias a él. Lo que sí tenía que aceptar, al menos para mí misma, era que, con sus camisas arruinadas, el orgullo hecho trizas y esa inquebrantable disposición a seguir adelante, Valentín había conseguido ganarse el respeto y la gratitud de todos los voluntarios.
Incluso yo, a veces, tenía que morderme la lengua para no gritarle lo ridículamente guapo que se veía regando las plantas… o huyendo despavorido de Giovanni.
Satisfecha con mi dosis diaria de “sufrimiento de Valentín”, decidí que necesitaba recuperar fuerzas. Mi objetivo era claro: el tesoro más preciado de Nonna, un queso duro que custodiaba como si fueran lingotes escondidos en el Vaticano.
Tarareando una canción, entré al comedor y me encontré con las cinco chicas que cada verano invadían el refugio como una ola de energía brillante, recordándonos que la esperanza todavía existía.