
Lo observé sin emoción, con la misma frialdad con la que miras una pared. No importaba que hubiera pasado una semana viéndolo sufrir con una sonrisa en la cara. Intenté cerrar la puerta sin decir una palabra, con la esperanza de que el portazo lo desapareciera de Italia. Pero Valentín fue más rápido y metió el pie entre la puerta y el marco, bloqueando mi intento de paz.
Con toda la fuerza de mi indignación, seguí empujando.
—¡Agh! —gritó, doblándose de dolor—. ¡Mi pie! ¡Me aplastaste el pie!
—Tú metiste el pie —dije, sin compasión—. No es mi culpa si no sabes cuándo retirarte.
Se llevó la mano a la boca, ahogando un grito que podría haber alertado a todo el refugio. No queríamos que supieran que el barman de Vernazza estaba frente a mi habitación a las diez de la noche.
Entre dientes, maldijo en italiano, español e inglés.
—Eres más peligrosa que ese maldito gallo Giovanni —dijo, con los ojos llenos de dolor—. ¡Y eso ya es decir mucho, porque ese condenado gallo está poseído por Satanás y toda su legión de demonios!
No pude evitarlo; una risa se me escapó. Pequeña, traicionera, sincera. Una grieta diminuta en la muralla de hielo que me había esforzado tanto en construir toda la semana.
—¿Y qué quieres tú ahora? —pregunté—. ¿Otro castigo? ¿Quieres que te ponga a limpiar el gallinero con los ojos vendados?
Por primera vez en días, su mirada no mostró orgullo ni desafío; mostró algo más peligroso: arrepentimiento.
—Quiero hablar.
Levanté una ceja.
—Sin perros —añadió, casi en un susurro.
—Ajá.
—Sin gallinas.
—Mmm…
—Y sin Nonna amenazándome con una manguera. Solo tú y yo. Per favore.
El silencio que siguió fue tan denso que hasta Nonno dejó de roncar por un segundo, como si también estuviera esperando mi respuesta.
Pensé en una sola cosa: Este hombre era un idiota. ¡Y cómo me gustaba ese idiota!
Al final del día, terminaría escuchándolo. Sí. Pero bajo mis condiciones, no bajo las suyas. Así que me crucé de brazos, marcando territorio como una gata callejera lista para arañar.
—Habla —le ordené—. Rápido, que tengo sueño y no pienso desperdiciarlo ahora que por fin puedo dormir en paz. Te recuerdo que, mi querido vecino no me deja pegar ojo con el ruido infernal de tu bar.
Valentín puso cara de cachorro mojado.
Esa mirada.
La que tiene los ojos un poco húmedos, la mandíbula relajada y esa expresión de “mira lo que me hiciste, ahora estoy aquí, con el pie aplastado y el alma rota”.
Si Giulia o Martina estuvieran en mi lugar, ya estarían llorando sobre su hombro y prometiéndole amor eterno. Pero yo no. No tenía el corazón tan blando… ni el hígado tan resistente para tolerar sus dramas. Había visto suficientes comedias románticas con Hugh Grant para saber cómo terminan esas historias: el chico idiota vuelve con flores robadas de algún jardín, una canción de los noventa y una declaración épica… y la chica lo perdona. Y luego, sorpresa: él vuelve a ser un idiota.
Pero yo no era esa chica. Por muy desesperada que estuviera por ser la protagonista, por muy bonito que sonara el soundtrack imaginario de esta escena, yo no iba a caer con esa mirada.
Al menos no tan fácilmente.
—No caeré. Así que quita esa cara de idiota porque no va a funcionar conmigo.
Él suspiró y, cuando habló, lo hizo con un tono que mezclaba súplica y reproche.
—Prometiste escucharme —dijo, mirándome como si recitara un contrato legal—. Si limpiaba el gallinero. Si sobrevivía a Giovanni il Terribile. Y lo hice. Estoy aquí. Vivo. Con un pie ligeramente aplastado, pero vivo.
Y lo peor… era que tenía razón.
Me mordí la lengua, porque reconocerlo sería como entregarle la victoria. Y Valentín Moretti no se merecía victorias fáciles.
—Está bien —dije, con la dignidad de una reina que concede una audiencia—. Tienes dos minutos para hablar.
Sin perder tiempo, saqué mi teléfono y activé el temporizador.
2:00.
1:59.
1:58.
—¿En serio? ¿Usarás el jodido temporizador?
—Muy en serio —respondí, bloqueando la puerta con mi cuerpo cuando intentó dar un paso hacia adentro—. Un minuto con cincuenta segundos —advertí—. Y si intentas avanzar, lo bajo a un minuto.
—¡Esto es ridículo! —exclamó, la frustración vibrando en su voz—. Si Nonna nos ve aquí juntos, me echa del refugio sin pensarlo dos veces. Ya me lo advirtió: “Nada de aventuras. Nada de relaciones. Los voluntarios vienen a trabajar, no a enamorarse”.
—¿Y qué? —pregunté, arqueando una ceja—. Nosotros no tenemos ninguna relación. Ni siquiera una aventura.
—¡Sabes perfectamente a lo que me refiero! —gruñó, apretando los labios como si estuviera contando hasta diez para no lanzarme por la ventana—. Aunque no tengamos nada, Nonna no nos va a creer. Y si nos ve juntos en tu habitación, me echa. Y no he sobrevivido al gallinero para que me expulsen por esto.