
El estado de mi relación con Valentín podía describirse como… “bien”. O tal vez “normal”. Para ser más precisos, no tenía ni idea. Pero me gustaba tanto que prefería no arruinarlo con preguntas. ¿Para qué ponerle etiquetas? Ni “novios”, ni “oficial”, ni siquiera “esto es algo”. Solo éramos… esto.
Dos personas que se rozaban “por accidente”. Que se desafiaban con la mirada mientras ayudaban a lavar los platos sucios. Que se empujaban con los hombros como niños de primaria, pero que por dentro ardían por lanzarse sobre el otro.
Y aunque nunca lo dijéramos, sabíamos que lo nuestro era intenso, recíproco y peligrosamente hermoso.
Para mí, estar con Valentín era como haber estado esperando este momento toda mi vida sin saberlo. Hacía años que no sentía una mezcla tan absurda de nervios y alegría, como si mi corazón fuera un cachorro hiperactivo corriendo en círculos sin cansarse nunca.
Cada vez que nuestras miradas se cruzaban —él limpiando el comedero, yo cepillando a un perro hiperactivo—, una voz dentro de mí gritaba: “Estás frente al hombre que deseas. Y, sorprendentemente, él también te desea a ti”.
¿Era posible? ¿Era real? ¿O solo otra ilusión creada por demasiadas noches de insomnio y litros de Coca-Cola?
No importaba. Porque, por primera vez en mucho tiempo, sentía que estaba a punto de convertirme en la protagonista de mi propia historia romántica. No la chica que amaba en silencio. No la amiga que esperaba en la sombra. No la que se conformaba. Sino la que elige… y la que es elegida.
La que, tal vez, finalmente tenía derecho a un “y vivieron felices”.
No tenía certeza de lo que el futuro nos deparaba.
Quizás lo nuestro duraría.
Quizás no.
Pero la expectativa me mantenía en un estado constante de anticipación, como si estuviera a punto de subirme a un avión sin saber el destino.
Solo sabía una cosa: estaba lista para volar.
Lo cierto es que, después del beso épico, la reconciliación emocional y su torpe declaración, Valentín asumió que, a partir de ese momento, regresaríamos juntos a Vernazza, tomados de la mano y rodeados de mariposas imaginarias.
Pero la realidad fue otra: yo me quedé en el refugio para completar mis días de voluntariado. Era lo correcto. Lo responsable. Y, sobre todo, Nonno ya había empezado a roncar solo cuando me veía salir de la habitación. No podía abandonarlo.
Valentín, en cambio, no estaba nada entusiasmado con mi decisión. Y sin embargo, en lugar de marcharse, decidió quedarse también.
Se quedaría por mí, aunque Giovanni, el gallo psicópata del refugio, lo atacara cada mañana como si fuera su némesis personal. Aunque Nonna lo pusiera a limpiar el gallinero dos veces al día. Él se quedaría aunque tuviera que dormir en un refugio rodeado de perros de todas las razas y tamaños.
—¿En serio te vas a quedar? —le pregunté una tarde, mientras él intentaba esquivar a uno de los perros—. ¿Aunque Giovanni te ataque cada día?
—Prefiero mil ataques de gallo —respondió, serio—, que un solo día sin verte.
Quise burlarme.
Quise decirle que era ridículo.
Que exageraba.
Pero no pude, porque, aunque lo dijo con su típica mezcla de drama y encanto, lo dijo con los ojos bajos, como si temiera que no le creyera.
Así comenzaron sus “vacaciones improvisadas”. Él las llamaba así, como si estuviera disfrutando de unas merecidas jornadas de descanso en un paraíso rural. Pero todos sabíamos la verdad: Valentín no estaba de vacaciones. Estaba haciendo penitencia.
Limpiando jaulas.
Alimentando perros.
Sobreviviendo a Giovanni.
Todo, absolutamente todo, por estar cerca de mí.
Y aunque fingía resignación, lo pillé varias veces sonriendo mientras bañaba a un cachorro que salpicaba agua como si intentara ahogarlo. O riéndose con las chicas mientras hacían collares de tapas recicladas para recaudar fondos y dándoles ideas absurdas, como intentar vender a Giovanni. Idea que Nonna, obviamente, rechazó de inmediato.
Incluso logró ganarse a Nonno, quien lo aceptó como compañero oficial de ronquidos nocturnos.
Así, entre risas, tareas de voluntariado y ataques matutinos de Giovanni il Terribile, Valentín y yo comenzamos a pasar tiempo juntos de una manera poco convencional. No éramos la pareja de postal que pasea por la playa con una balada italiana de fondo y el atardecer perfecto. Éramos más bien los que discutían por quién había limpiado más cajas de arena, quién cargaba más sacos de croquetas o quién había robado el último trozo de pan con aceite.
Y, claro, cuando nadie miraba, nos besábamos detrás del comedero de los perros como si tuviéramos diecisiete años y el mundo entero estuviera conspirando contra nosotros.
Lo curioso era que, en medio de toda esa comedia absurda, lo nuestro empezaba a sentirse… especial. Cada mirada, cada roce disfrazado de accidente, cada “idiota” que en realidad sonaba a “te quiero”, era un ladrillo en algo más grande. Algo que podría ser el inicio de una historia real.