
Tras una ducha que eliminó todo rastro de olor a perro, salí del baño, victoriosa y lista para conquistar el mundo. Me armé con tres capas de perfume y escogí un vestido blanco, ligero, veraniego, de esos que parecen inocentes, pero esconden segundas intenciones. Perfecto para un paseo por la playa y provocativo para que me robaran algunos intensos besos. Para redondear mi plan maestro, un toque de gloss rosa en los labios: dulce, brillante y perfecto para tentar.
Nada estaba calculado, claro. Solo era intencional.
Salí de la habitación con la actitud estudiada de quien tiene todo bajo control: paso firme, mentón en alto, emociones bajo control… aunque por dentro me hervía la expectativa.
Valentín ya me esperaba en la entrada del refugio. Y qué visión. Vestido como si la mismísima GQ Italia lo hubiera contratado como portada: camisa azul clara con las mangas arremangadas hasta el punto exacto para mostrar antebrazos que pedían un aplauso, pantalones de lino beige impecables, y ese aire de “indiferencia” que era todo menos casual. Su cabello estaba tan perfectamente peinado que tuve que contener las ganas de despeinárselo ahí mismo, como quien revuelve el pelo de un cachorro rebelde. Pero me contuve… Más tarde me encargaría de despeinarlo.
Al verme, extendió su brazo, ofreciéndome su mano. Sin pensarlo demasiado, tomé su mano y di el primer paso hacia él. Antes de que pudiera soltar un comentario ingenioso, le robé un beso rápido en los labios: suave, juguetón, una pista de lo que vendría después.
—Vaya —dijo, fingiendo sorpresa—, ¿otro beso? Y yo que pensaba que tendría que sudar un poco más para conseguirlos.
—Deberías aprender a guardar silencio —repliqué con fingida frialdad, alzando la barbilla—. Porque ahora mismo no tengo intención de volver a besarte.
Su expresión era pura burla, como si ya supiera que mentía.
—Eso no va a pasar —dijo, negando con la cabeza—. Sabes que no puedes resistirte.
Oh, cómo deseé poder contradecirlo. Decirle que no tenía razón, que no tenía ningún poder sobre mí, pero mi corazón me traicionaba con cada latido acelerado cada vez que él pronunciaba mi apodo: “lavacani”. Era un apodo ridículo que siempre había odiado, pero cuando él lo decía con su voz grave y burlona, sonaba casi... encantador.
Caminamos largo rato por senderos estrechos, con colinas cubiertas de romero y lavanda que parecían perfumar el aire a cada paso. El sol descendía lento, pintando el cielo en tonos naranjas y rosados, mientras, a lo lejos, el mar brillaba como una promesa. Todo se sentía tan perfecto que tuve que romper el hechizo con lo único que sé hacer bien: burlarme.
—Sabes qué… —dije con tono dramático, porque nunca pierdo la oportunidad de exagerar—. Estoy empezando a pensar que tu verdadero plan es secuestrarme. ¿Qué sigue? ¿Atarme a un tronco en medio de la nada para que nadie me encuentre jamás?
Valentín no pestañeó ni un segundo antes de responder.
—Buena idea. Aunque ese no era mi plan… —Me lanzó una mirada cómplice—. Pero si insistes en la parte de “atada”, podemos negociar.
Me reí tan fuerte que los pájaros que descansaban en los árboles cercanos alzaron vuelo, escandalizados. Era esa clase de risa que empieza como una chispa y termina en incendio, profunda, imparable, contagiosa. Y justo ahí lo supe: estaba perdida. Porque cuando alguien puede hacerte reír así, el corazón se rinde aunque intentes fingir lo contrario.
Finalmente, Valentín se detuvo y, con un gesto de maestro de ceremonias, señaló al frente.
—Eccoci. Ya llegamos.
Levanté la vista y el aire se me quedó atrapado en la garganta. El mirador era un espectáculo digno de postal: Borghetto Vara se desplegaba abajo como un cuadro pintado a mano, con sus casas coloridas apiladas unas sobre otras, y el mar extendiéndose al fondo, salpicado de luz dorada por el atardecer. El viento tibio jugaba con mi vestido y, por un instante, todo parecía sacado de un sueño.
Entonces, como caído del cielo, justo frente a nosotros: una hamaca doble de madera con estructura curva, un toldo pequeño para dar sombra y hasta lámparas laterales conectadas a una batería portátil. Todo tan perfectamente calculado.
Me volví hacia él con una ceja levantada.
—¿Así que esto era parte del plan? ¿Una hamaca romántica en medio del paraíso?
Él sonrió con esa mezcla irresistible de confianza y ternura.
—¿Qué puedo decir? Soy un hombre preparado.
—Ajá. Claro. ¿Y cómo llegó esta hamaca hasta aquí? —pregunté, mientras el viento jugaba con mi cabello—. ¿La bajaste en helicóptero?
Valentín se golpeó el pecho con exageración, como si hubiera conquistado el Everest.
—No, signorina. Si sobreviví a Giovanni il Terribile, puedo traer cualquier cosa hasta aquí… para ti.
Rodé los ojos, aunque la voz se me quebró un poco por la ternura escondida en sus palabras.
—Eres un idiota. —Me acerqué despacio y lo besé en la mejilla, dejando que mi gesto terminara lo que mis palabras no se atrevieron a decir—. Pero… gracias.