¡quiero ser la protagonista!

32. Un beso antes de la guerra

Era temprano por la mañana; la luz entraba por la ventana con esa timidez dorada que tienen los amaneceres en Vernazza. Yo salía del baño con una pregunta pesándome en el estómago como una piedra: ¿Realmente tengo que enfrentar a la familia de mi novio hoy?

Sin embargo, esa sensación desapareció en cuanto mis ojos se posaron en mi cama. Allí estaba Valentín, dormido plácidamente, envuelto en las sábanas como si no tuviera un solo problema en el mundo. Greta estaba acurrucada contra su pecho, como si él fuera su almohada personal. Dormían juntos, tranquilos, casi… tiernos.

Parpadeé varias veces, tratando de procesar la escena. Porque, vamos, esto no era normal, pero pensándolo bien, últimamente nada lo era.

Desde hacía un tiempo, Valentín había adoptado la costumbre —descaradamente encantadora— de aparecerse en mi apartamento después de cerrar el bar. Entraba sin hacer ruido, se quitaba los zapatos, me susurraba un “ciao, amore” que derretiría al mismísimo mármol del Duomo y se metía bajo las sábanas como si ese fuera su hogar natural.

A veces hablábamos hasta tarde, compartiendo risas, secretos o planes imposibles. Otras veces, no decíamos nada. Solo existíamos juntos. Pero siempre terminábamos igual: él en mi cama, yo a su lado y Greta, misteriosamente, prefiriendo dormir con él.

El caso es que ya me había acostumbrado a verlo ahí. Pero verlo dormido con Greta acurrucada, como si fueran mejores amigos… eso merecía una foto. O tres.

Saqué el teléfono y, con la destreza de una paparazzi profesional, tomé una primera foto, luego otra y una más, por si acaso. Sinceramente, ¿quién me iba a creer cuando dijera: “Mi perra adoptó a mi novio”?

Me senté al borde de la cama y revisé las imágenes, ampliando el rostro de Valentín. Su expresión relajada al dormir era demasiado relajante de ver, pero entonces noté algo que me hizo detenerme.

Primero creí que eran arrugas de la sábana o marcas de dormir mal, pero al hacer zoom, vi que no era así. Eran cicatrices: pequeñas, delgadas, casi invisibles, pero ahí estaban, marcando su piel como recuerdos silenciosos.

Y no solo estaban en sus hombros, sino también en sus manos, en sus dedos y en sus antebrazos.

Cicatrices que se asomaban tímidas bajo la luz del amanecer, como si aún guardaran el eco del miedo de aquel día que me había contado: el día en que se interpuso para proteger a Martino y terminó con heridas profundas, lo suficiente como para dejar huella.

Me sentí tonta —terriblemente tonta— por no haberlo notado antes. Siempre pensé que esas marcas eran accidentes del bar: quemaduras, cortes, descuidos de un hombre que se movía entre vasos y botellas. Pero ahora entendía que eran mucho más que eso.

Mientras lo observaba, perdida en mis pensamientos, Valentín empezó a moverse. Primero, un leve suspiro; luego, un giro entre las sábanas y, finalmente, sus párpados se agitaron con pereza. Abrió los ojos con esa lentitud deliciosa de quien no tiene prisa por enfrentar el mundo. Greta, por su parte, ni se inmutó.

Él me miró y sonrió de inmediato, dándome esa sensación de satisfacción de saber que solo con verme era motivo suficiente para sonreír.

Sin decir una palabra, me incliné y besé su hombro, justo donde una de esas finas cicatrices se dibujaba sobre su piel. Fue un gesto pequeño, casi involuntario.

—¡Hey! —protestó él, con una voz ronca y un tono demasiado divertido para la hora—. Conozco un lugar mucho mejor que podrías besar.

Ni siquiera a las siete de la mañana podía escapar de su descaro.

—No va a pasar —le advertí, dándole un empujoncito leve en el pecho—. Acabas de despertarte. Tienes aliento de zombi y Greta te ha estado lamiendo la cara toda la noche. Así que confórmate solo con esa lengua.

Él soltó una carcajada fuerte y contagiosa, como si no hubiera nada más divertido en el mundo que mi negativa matutina.

—Explícame algo, per favore —dijo, apoyándose en un codo—: ¿por qué no tienes problema con que Greta te lama la cara cada mañana, pero besarme a mí, tu novio oficial y legítimo, es de pronto un crimen contra la humanidad?

—Porque Greta es mi hija —respondí con total seriedad—. Y tú… bueno, tú eres tú.

Negó con la cabeza mientras seguía riendo. Greta, como si hubiera entendido toda la conversación, se estiró perezosamente y soltó un bostezo enorme antes de acomodarse entre nosotros, harta de nuestras tonterías.

—Fantástico. Ni en mi propia cama me salvo de tanto rechazo.

—No estás en tu cama, cariño —repliqué con una sonrisa triunfante—. Estás en la mía. Aquí las reglas las pongo yo.

Entre risas y bromas mañaneras, Valentín lanzó la pregunta que me hizo recordar la razón por la que estaba tan nerviosa esa mañana.

—¿Estás lista para conocer a mi madre esta noche?

Mi cerebro, aún en proceso de reinicio matutino, tardó unos segundos en procesar esas palabras. Fue como si me hubieran lanzado un balde de agua helada. Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente: me enderecé como un soldado y asentí, como si fuera una máquina programada para aceptar desafíos imposibles.



#37 en Joven Adulto
#532 en Otros
#236 en Humor

En el texto hay: romance, romance y humor

Editado: 04.11.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.