
De la mano, comenzamos a caminar hacia la casa mientras que yo, con los ojos bien abiertos y la curiosidad a flor de piel, observaba cada rincón como si estuviera en un safari. Mi mente analizaba cada detalle: el olor a tomillo silvestre en el aire, los árboles de olivos y las hortensias azules que bordeaban el sendero.
Todo era demasiado encantador, tranquilo, demasiado perfecto. Un lugar tan sereno que mi ansiedad, por pura rebeldía, decidió aumentar su volumen interno a niveles de ópera dramática.
De pronto, nos topamos con una casa de color amarillo suave, iluminada por el sol de la tarde como si alguien hubiera puesto un foco divino sobre ella. Para llegar a la entrada principal había que subir una escalinata de piedra oscura, ancha y gastada. A ambos lados, muros bajos sostenían macetas rebosantes de geranios rojos, claveles y hierbas anotromáticas que perfumaban el aire con una mezcla dulce y terrosa.
—Dio mio… —murmuré sin querer—. Es como una postal viva.
Valentín apretó mi mano y sonrió.
—¿Ves? Te dije que te gustaría.
—Sí, claro —respondí, fingiendo serenidad—. Bellissima. Un lugar perfecto para que mi ansiedad florezca como esas hortensias.
La entrada principal tenía un gran arco que daba acceso a unas escaleras que subían al primer piso, pero Valentín me guio de largo, tomándome de la mano con seguridad. Atravesamos un pasillo lateral que conducía directamente a la cocina, y lo que encontramos fue un caos delicioso: bolsas de papel con frutas frescas, panes recién horneados en canastas de mimbre, cuencos llenos de aceitunas, queso, tomates cortados y algo que cocinaba lentamente en la estufa, que olía tan bien que hasta Greta habría dejado de gruñir.
Cuando cruzamos el comedor, las voces se fueron haciendo más claras, mezcladas con risas y el tintineo de los vasos. Lo que más me distrajo fue sentirme en una realista película italiana: paredes de piedra vista, techos con vigas de madera oscura y un contraste entre lo rústico y lo acogedor. Colores blancos y amarillos dominaban, con detalles en azul cobalto, como si alguien hubiera querido capturar el alma del Mediterráneo en todas las paredes.
No tuve tiempo para analizar la decoración, porque al fondo del comedor, una puerta de vidrio corrediza daba acceso al jardín trasero.
Bajamos unos pocos escalones de piedra y salimos al exterior. El suelo estaba cubierto por losas en tonos tierra, dispuestas como si fueran piezas de un rompecabezas gigante: irregular pero armonioso.
Valentín me llevó al centro, donde destacaba una pérgola de madera oscura, con un techo translúcido que filtraba la luz del atardecer. En el medio había una mesa de madera robusta, desgastada por el uso; estaba rodeada por bancos largos y sillas de hierro forjado, listos para una cena familiar al mejor estilo italiano: abundante, ruidosa, interminable.
Todo alrededor era hermoso, clásico y vivo. Había un equilibrio perfecto entre la vegetación cuidada, las flores trepadoras que colgaban de las paredes, las luces tenues que empezaban a encenderse y el ambiente cálido de una reunión familiar auténtica.
Y por eso mismo, mi corazón decidió instalarse en mi garganta.
En cuanto nos vieron, todos se levantaron al unísono, saludando a Valentín con entusiasmo y una avalancha de abrazos, besos y exclamaciones.
—¡Amore! ¡Finalmente! —dijo una voz femenina—. ¡Pensábamos que ya no venías!
Sintiendo que estaba completamente fuera de lugar, me quedé un paso atrás, con el regalo apretado contra mi pecho como si fuera un escudo. Mis pies estaban clavados al suelo y mi cerebro ya empezaba a planificar rutas de escape. Si alguien ponía música de fondo, probablemente sonaría una banda sonora de acción con helicópteros y explosiones lentas.
Y justo cuando estaba a punto de ejecutar mentalmente mi huida heroica, Valentín hizo lo que mejor sabía hacer: arruinar cualquier intento de pasar desapercibida.
Me tomó del brazo con firmeza, me colocó a su lado y, sin previo aviso, me rodeó los hombros. Luego, con un sonoro “muack”, me besó la mejilla, un beso que resonó como un disparo en medio del jardín.
Y antes de que pudiera reaccionar, levantó la voz con orgullo exagerado:
—¡Les presento a Calista, mi novia!
Yo fruncí el ceño, mirándolo de reojo.
¿Era realmente necesario gritarlo como si estuviera anunciando al ganador del mundial?
Pero antes de que pudiera protestar, ya estaba siendo arrastrada al torbellino de presentaciones. Comenzó a nombrar a cada uno como si fuera un guía turístico en plena temporada alta.
—Empecemos por aquí. Este es mi padre, Marcelo.
El hombre que se adelantó era alto y delgado, con el cabello entre canoso y los ojos tranquilos de quien ha aprendido a escuchar más de lo que habla. Me recibió con una sonrisa tranquila, cálida, como si ya me conociera de antes. Estrechó mi mano con suavidad, y sentí que, si de él dependiera, ya tenía la aprobación familiar ganada.
Pero entonces llegó el verdadero examen.