
Fue una mañana perfecta: envuelta entre los brazos de Valentín, con su respiración lenta y cálida deslizándose por mi cuello.
El sol se filtraba tímido por las rendijas de la persiana, dibujando líneas doradas que bailaban sobre la pared.
Intenté escapar de la cama sin hacer ruido, pero cada vez que me movía, él me atraía de nuevo hacia su pecho, murmurando algo ininteligible entre sueños, como si temiera que desapareciera. Después de tres intentos fallidos —y una sonrisa que no pude contener—, logré zafarme despacio, calzarme los zapatos y bajar las escaleras, dejándolo dormido, despeinado y adorable… como un niño después de una noche de fiesta.
Bajé al comedor con el pelo desordenado y una sonrisa que no podía borrar. Encontré a Marcelo y Fiora sentados a la mesa, tomando café tranquilamente, con pan tostado y tomates frescos del huerto.
—Buongiorno, Calista —dijo Marcelo, levantando su taza con una sonrisa tranquila—. ¿Desayunas con nosotros?
Dejé mi vergüenza de lado y asentí con entusiasmo, sentándome a su lado.
—Sí, por favor. Aceptaré cualquier cosa.
Sin decir nada, Fiora me sirvió una taza de café y, sin esperarlo, dejó una mano en mi hombro.
—Me gustó mucho el regalo. Lo usaré hoy con un jarrón.
Sentí un calor subirme al pecho. No fue un discurso ni un abrazo, pero viniendo de ella fue como si me hubiera ganado una medalla de oro.
—Me alegra —respondí, sincera—. De verdad.
Ella hizo una pausa, miró a su esposo, que asintió apenas, y luego volvió a mí.
—Es una suerte que hayas despertado antes que Valentín, porque quería hablar contigo.
Ella rió al verme tensar los hombros.
—Quita esa cara. No es nada malo. Creo.
—Qué alivio —dije—. Cree que no es tan malo. Eso me deja más tranquila.
Fiora sonrió, divertida por mi sarcasmo.
—Verás… ahora que Valentín no salta cada vez que un perro ladra, pensaba que quizás podrías ayudarme a adoptar uno. Pequeño. Que nos haga compañía.
Mis ojos brillaron. Literalmente. Sentí cómo se encendían como luces navideñas.
Por un segundo, consideré gritar, pero me contuve… solo un poco.
—¡Sí! ¡Claro que sí! —chillé, y antes de pensarlo, la abracé.
Un abrazo rápido, torpe, completamente impulsivo.
Ella se tensó al principio, como si no supiera qué hacer con ese contacto tan repentino… pero luego, para mi sorpresa, me devolvió el abrazo.
—No te preocupes —dije, separándome sin dejar de sonreír como una tonta—. Contarás conmigo en todo. Voy a encontrar al perrito perfecto para ti: Pequeño, cariñoso, educado. Nada de demonios peludos con problemas de conducta.
Justo en ese momento, Valentín entró al comedor. Despeinado y con la camisa mal abrochada, aún en ese estado confuso por el sueño.
—Debo estar soñando todavía —murmuró, rascándose la cabeza—. Porque juraría haber oído que mi madre quiere adoptar un perro.
—No estás soñando —respondí, encantada de arruinarle la mañana—. Tu madre adoptará un perrito. Una idea bellissima, ¿no crees?
Él volvió la mirada hacia Fiora y, al verla asentir, todo el sueño se evaporó de golpe.
—Absolutamente no. Los perros ladran, destruyen cosas, necesitan atención constante. Ustedes no tienen tiempo para eso.
Fiora bajó la mirada, y eso fue suficiente para que algo dentro de mí se encendiera.
Pasé mi brazo por su hombro y la apoyé.
—No te preocupes, Fiora. En esta casa mandas tú. Y si quieres cien perros… cento cani tendras.
Valentín me miró como si hubiera perdido la razón.
—Eres una mala influencia —dijo, señalándome con la taza de café.
—No voy a negar que esta idea me emociona —repuse—, pero es algo que de verdad tu madre quiere.
—Está bien, no pasa nada —intervino Fiora—. Solo fue una idea. Pero pensándolo bien, Valentín tiene razón. Quizás no tengamos tiempo para un perro en casa.
—¿Qué? Pero…
Intenté protestar, pero Fiora levantó una mano.
—No te preocupes, Calista. En serio, estoy bien.
Valentín se acercó y, entonces, reemplazó mi brazo por el suyo y se llevó a su madre. Yo le lancé una mirada para nada amorosa, la cual traté de disimular, porque estaba segura de que esto no se quedaría así.

Llegamos al refugio de Vernazza bajo un sol brillante que parecía haberse levantado solo para celebrar el momento. Fiora caminaba tranquila a mi lado, con un vestido amarillo suave que se movía con la brisa, mientras yo… bueno, yo iba con mi uniforme lleno de pelos de perro, digna representante del gremio de las lavacanis, intentando no tropezar de pura emoción.