El silencio del metro le desagradaba, pero le desagradaba más aún tener que usar sus audífonos.
Por un largo tiempo, aquel había sido su método de escape, esa forma que tenía para librarse de la realidad cuando el mundo se volvía demasiado abrumador, asfixiante. Sin embargo, de un tiempo para acá, traer la música tan cerca de la mente, también la hacía sentir sofocada.
Estaba tensa, aunque parecía ser el estado natural de su cuerpo. Sujetaba el borde de la mochila con mucha fuerza, como si se la estuvieran arrebatando en ese preciso momento.
Meses atrás, las pupilas viajaban entre persona y persona. En un tiempo antiguo (ese era el mejor adjetivo, porque en realidad parecía que pasó demasiado), Liliana gustaba de pasear sus pupilas por cada persona que llenaba el metro.
Estaba plagada de una curiosidad insaciable. Se preguntaba a dónde iban, quién los esperaba, cuáles eran sus planes y qué estaban pensando mientras ella los observaba como un paparazzi.
Quizá fue una tarde cualquiera, en realidad no tenía certeza. Era como si hubieran apagado un switch en el corazón. Ya nada le importaba. Las personas en el metro, los árboles en la calle, cada cosa era igual de insípida que la anterior.
De nuevo, si hubiera sido cualquier otro tiempo, ella se hubiera preocupado. Llamaría a su madre, para quejarse, para llorar con ella e intentar repararlo; pero ahora era justo su mamá la que no paraba de llamarla. Estaba preocupada por su hija, por ese brillo que de un día a otro la abandonó.
El traqueteo al bajar tampoco fue molesto. No sentir molestia es terrible, porque el interior no se inmuta cuando fue hecho para estar en movimiento. Así era el corazón de Liliana.
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En una ciudad insípida, caminaba su insípida existencia, mientras el celular vibraba dentro de su bolso. Quizá otro mensaje de "buenos días" de su madre, el paquete telefónico que se le vencía o un aviso del servicio de noticias que no recordaba haber contratado.
Fuera lo que fuera, tan solo lo sentía, no se movía en el corazón la curiosidad de saber quién era la persona que la buscaba. Eso también se había ido de viaje hacía mucho.
Los compañeros de trabajo lo hubieran notado, sino fuera porque Liliana era una chica muy introvertida. Los pocos amigos que había hecho en la universidad, los perdió entre ofertas de trabajo para otros estados y mudanzas que llegaban hasta otros continentes. Era como si ellos también fueran parte de todo el plan.
Recordaba que antes de sentirse así, solía llorar muy a menudo. Tenía presente que así no se miraba la vida de alguien que era feliz. Pensaba en las cosas que seguramente se estaba perdiendo. En las anécdotas que otros relataban, sin incluir su nombre, en lo lento e insignificante que era el hecho de que su existencia se iba derritiendo, diluyendo como el nombre en un periódico. Esa idea la mataba. Algún día, nadie se iba a acordar de su nombre.
Se escuchaban los anuncios entre los videos de sus compañeros de cubículo. Cuando llevaba los audífonos, solía sentir el mundo de ellos y el suyo, dividido por hermosas guitarras, protegido por acordes y letras que llevaba grabadas en el corazón. En ese instante, mientras tecleaba la contraseña de su sesión en la oficina, tenía la impresión de que solo era ruido de fondo apagado por el silencio de su mente.
Incluso tratándose de un estruendoso anuncio sobre la nueva creación tecnológica del año, en realidad ni un poco de eso alanzaba a entrar en su consciencia. Ella era como otra máquina frente a la computadora, tecleando. Sin emociones. Solo tecleando.
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El tenedor se enterró hasta el fondo de esa lechuga rebanada. El jugo era amargo, porque llevaba un buen tiempo con solo lechugas en el refrigerador. Inició con la idea de que las ensaladas eran una mejor forma de alimentarse. Parecían completas y fáciles de hacer. Pero poco a poco, mientras ese extraño monstruo se apoderaba de ella, los ingredientes fueron disminuyendo.
Ahora solo había lechuga rebanada y lo último que quedó del bote de aderezo Ranch.
Tomó el celular, porque hasta ese momento recordó que había vibrado en la mañana, y notó todos los mensajes de su madre.
"Llegaré en cuanto salgas del trabajo. ¡Estoy muy emocionada"!"
"¿Sabes qué sabor quieres para tu pastel?"
"¡Si tienes amigos que quieras invitar, yo no tengo ningún problema!"
Claro, por supuesto que había olvidado que era su propio cumpleaños. En la tarde, cuando regresara del trabajo, su madre la esperaría para festejar... ¿festejar? ¿Qué había que festejar en realidad?
Veinticinco años. Cumplía veinticinco años, embaucada por un terrible estafa de vida, porque no podía considerarse, ni remotamente cercana a la vida de ensueño que pintaban para ese entonces. Estar en tu plena juventud, persiguiendo sueños, viviendo romances, saliendo con amigos. Podía escuchar una frase en el fondo de la mente: "los mejores años...". ¿Los mejores años de su vida?
Metió en la boca el último pedazo de amarga lechuga.
No eran los mejores años, no lo serían los siguientes, probablemente, ni los que siguieran a esos. ¿Qué había que festejar?
Naturalmente, nadie estaba enterado de su cumpleaños en la oficina, así que olvidar que tenía que enfrentarse con otro año de vida, se hizo más llevadero hasta que el reloj corporativo se detuvo.
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La mochila abrazada con fuerza, los ojos clavados en la nada.
Nuevamente era movida por el metro solamente, porque la vida ya no la estaba moviendo. De vuelta a su departamento solitario, en el que, era probable, que ya estuviera su madre.
Rompió un poco la postura para acomodarse en su asiento. Una traducción corporal para querer acomodarse en la vida. Buscaba evadir la responsabilidad de ver a su madre. Simplemente no quería, mentalmente, no estaba lista para fingir estar bien... De nuevo.